Segundo Mozos en el desierto del Rif

No era un intelectual prominente ni un portento físico, pero era un hombre valiente. Conservo una foto suya que tengo delante mientras le pego a la tecla. Fue tomada en Melilla en el verano de 1940, poco antes de ser internado en el campo de prisioneros de Ibarudien. La imagen es un poco borrosa por el paso de los años, pero muestra a un soldado uniformado con el pelo rapado y la mirada atenta. Bajo la guerrera se adivina un hombre pequeño y delgado. La foto está grapada a una ficha que reza: “Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores número 24”.

No sé si es posible un paraíso terrenal, pero un infierno en la tierra sí es factible. A lo largo de la historia el hombre ha creado unos cuantos con inventiva y eficacia. El campamento Ibarudien, perdido en medio del desierto africano del Rif, era uno de ellos. Rodeado de alambradas por los cuatro costados, el campamento tenía unas cincuenta tiendas de campaña alineadas en dos calles y varios barracones con techumbres metálicas. Allí fueron a parar un puñado de prisioneros de guerra de Mestanza con la misión de completar a pico y pala la construcción de varias pistas. Durante meses sufrieron todo tipo de enfermedades, desde el tifus hasta la disentería, padecieron el hambre y la sed, y sufrieron vejaciones y brutales palizas por las causas más nimias. En aquellas condiciones atroces de vida, no pasaba una semana sin que varios compañeros dejaran la piel que habían salvado de tres años de guerra.

20161127_104515-1Los días se sucedían, lentos y penosos, como un desfile de camellos. Con los primeros rayos, los soldados partían en columnas hacia el tajo. Iban arrastrando sus roídas alpargatas en una larga caminata a través de un paisaje polvoriento, apenas alterado por unos pocos matorrales resecos y algunas chumberas. Y durante todo el día, derretidos bajo la solana, cavaban aquella tierra roja bajo la férrea vigilancia de los escoltas. Al atardecer, regresaban al campamento y dedicaban las últimas horas a despiojar sus ropas harapientas. Tras la puesta de sol, nadie podía abandonar la tienda bajo ningún concepto, ni siquiera para hacer sus necesidades. Al que se atreviera a contravenir la prohibición, le aguardaba una ejecución sumarísima. Todos los hombres sabían que no era un farol. Más de un incrédulo había amanecido con un tiro en la nuca.

La luna llena se filtraba por la tela de la tienda de campaña como vapor hirviendo. No soplaba ni una gota de aire. Nuestro hombre observó a sus paisanos sedientos y a los enfermos trémulos de fiebre. El calor sofocante les quemaba la piel. Sin pensárselo dos veces, saltó de su catre y se deslizó fuera de la tienda. Cruzó el campamento. Nada se movía, excepto las sombras grises de los centinelas. Tumbado boca arriba, metió los pies en la alambrada y se arrastró sobre sus codos hasta superar las tres hileras de alambre. Al salir del campamento, se alejó agachado, casi a rastras, hasta llegar a una vacada. Cogió un par de cubos y ordeñó varias vacas hasta que la leche, blanca como la luna, rebosó por los bordes. Aquella noche y otras muchas, algunos saciaron su sed y otros salvaron la vida.

En aquel lugar hostil donde, inevitablemente, el egoísmo y el mirar cada uno por sí eran obligados, un hombre sólo, sin otras armas que la astucia y el valor, demostró que en el ser humano hay más cosas dignas de admiración que de desprecio. Alguien dijo que la vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Estos días se cumplen 75 años de aquellos hechos. Pueden ir al cementerio del pueblo y rendirle un callado homenaje. Se llamaba Segundo Mozos Muñoz.

 

(Publicado en el Catálogo de Fiestas de 2015)

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