Desde pequeño he sentido fascinación por las navajas. Mis abuelos siempre andaban con una a mano. La inseparable navaja de los hombres del campo, que servía para comer, como herramienta de trabajo y, en ocasiones, como un arma letal. En mi mesilla de noche conservo dos navajas de hoja curva. Una es una navaja toscana que compré en un pueblito al pie de los Apeninos llamado Scarperia, cuya tradición navajera se remonta a la Edad Media. La otra es la clásica navaja jarota que utilizaban mis abuelos. En su hoja afilada se lee el nombre de su artesano – Bueno– que lleva fabricando estos artilugios en Villanueva de Córdoba desde 1920. Durante muchos siglos, nuestros ancestros peregrinaron por la vida con una navaja en el bolsillo. Era parte de nuestra cultura, como los toros, el Quijote o la guardia civil. En la mayoría de los casos sirvió para cortar un pan ganado con mucho esfuerzo o para tallar una madera de olivo en las horas de hastío. En la casa de Mestanza, por cierto, conservo un par de estas tallas de madera que replican sendos campanarios. ¡Cuantos artistas habrá dado la soledad de un páramo castellano!
El arte pastoril no necesitaba escuela ni taller donde formarse. Cada zagal aprendía de sus mayores las pautas para elaborar los útiles que necesitaría en el campo, lejos de las comodidades de su hogar. En los interminables meses de invierno, los pastores trashumantes se entretenían tallando los más variados objetos de madera, de cuerno o de hueso. Desde colodras, badajos y albarcas hasta cucharas, peines o pasadores… Uno de esos artistas fue Pantaleón Ruiz Fernández (El Hoyo de Mestanza, 1913-2000). Durante las largas horas que cuidaba el rebaño, comenzó a tallar madera con su navaja. Tras un breve paso por la Escuela de Artes y Oficios de Granada su obra se evolucionó desde un estilo naíf hacia un realismo inspirado en la naturaleza, el trasiego campesino y las labores mineras propias de nuestra región. Nuestro vecino Pantaleón compaginó su trabajo en una empresa metalúrgica de Puertollano con su vocación como escultor. Expuso en varios centros culturales y recibió numerosos premios.
La navaja sirvió también, en otros tiempos, para dirimir controversias por la vía de urgencia. En algunos de los mejores cuentos y poemas de Borges, los cuchillos tienen una presencia obsesiva. Borges imaginaba la épica de los gauchos que celebraban peleas de puñales en las esquinas y en las tabernas bonaerenses al son de un bandoneón. En El Sur, que es mi relato favorito, Juan Dahlmann, un humilde secretario de biblioteca, cansado y enfermo, conoce un último instante de heroísmo al empuñar con firmeza un cuchillo frente al compadrito que lo ha provocado y que va a matarlo por el mero placer de segar una vida. Ciertamente, cuando apresamos en nuestra mano el mango de una navaja, nuestro instinto primitivo nos impulsa a apretar, a cerrar los dedos en torno a ese objeto. Nos invade una emoción turbia, un espíritu de romance como el de aquellos versos de Lorca:
En la mitad del barranco
las navajas de Albacete,
bellas de sangre contraria,
relucen como los peces.
Desde el siglo XVI, la historia de Mestanza registra duelos de navajas que habrían hecho las delicias de Borges y de Lorca. En la Navidad de 1503, unos pastores oriundos de Molina de Aragón asaltaron un cortijo cercano a la ermita medieval de la Virgen de la Antigua y robaron varios jamones y un buen montón de ristras de chorizo y morcilla. Los dueños de la casa de labor –padre e hijo- acompañados de un par de criados salieron en su busca armados hasta los dientes. Les encontraron en un quinto engullendo los manjares robados, y sin mediar palabra, les atravesaron con sus espadas y navajas sin dejar ni uno vivo.
Pero la edad de oro de las navajas comenzó en el siglo XIX de la mano de las innumerables partidas de bandoleros que campaban por nuestras sierras. En febrero de 1846 se produjo una larga reyerta en una taberna del pueblo entre un miliciano que estaba de permiso y otro vecino. A una bofetada del soldado respondió el paisano con “tres o cuatro navajazos” que dejaron al militar tan malherido que le creyeron muerto. Entre el asesino y sus amigos trasladaron el supuesto cadáver a las afueras del pueblo y lo dejaron tirado a la orilla de un camino, “volviéndose muy frescos a cenar y dormir con sus familias”. Milagrosamente, el miliciano volvió en sí y pudo regresar al pueblo arrastrándose por el camino medio desangrado. El periódico concluía la noticia indicando que: “El herido no ha muerto a estas horas; más como tenga dos cuchilladas en el pecho y el vientre bastante hondas, se teme que no dure mucho”.
En el siglo XX, los vecinos de Mestanza también hicieron uso de la cachicuerna para solventar sus problemas. En diciembre de 1914, un vecino llamado Florentino Rodríguez sacó su navaja y amenazó a unos cuarenta paisanos que había dentro de una taberna. Afortunadamente lograron encerrarse mientras el vecino acuchillaba la puerta como un demente. Finalmente fue detenido por la clásica pareja de la guardia civil. Unos años más tarde, en mayo de 1921, dos vecinos del pueblo comenzaron a discutir. Llegado un punto, uno de ellos, llamado Álvaro de León, se apeó del caballo en que iba montado y comenzó a golpear con su vara al otro, un hombre de sesenta años llamado Eusebio Hernández. Éste, ni corto ni perezoso, sacó una navaja “de grandes dimensiones” y le asestó al tal Álvaro una “tremenda puñalada” en el corazón que le produjo una muerte instantánea. Es curioso que un testigo presencial asegurase que tuvieron tan sólo unas “ligeras palabras, que no creyó él que llegaran a molestar a uno ni otro”. Menos mal.
Los datos de los siglos XIX y XX han sido extraídos del magnífico estudio “Casos y cosas de Mestanza” de Miguel Martín Gavillero.
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