Esquiladores

          En verano mi abuelo Juanjo pasaba unos días esquilando ovejas en la aldea de Retamar. La cuadrilla madrugaba para recorrer a pie los quince kilómetros que esquileoseparaban esa pedanía del poblado minero de La Extranjera. Desde primera hora de la mañana ya estaban trabajando en la estancia, agachados en hilera. El manijero paseaba entre ellos, vigilando que alguno terminase para enrollar el vellón y llevarlo a la lanera. La esquila se comenzaba por la cabeza y terminaba por la falda. Las patas se dejaban para el final y su lana era la única que no salía unida al vellón. Con los sucesivos esquileos el proceso parecía una cuidada coreografía de giro, arrastre, corte y volteo de la oveja.

          A media mañana ya apretaba el calor del estío y los hombres sudaban copiosamente. En el cuarto cargado de olor a ganado solo se escuchaba el sonido de las tijeras. Un tijereteo solo interrumpido para llamar al morenero, que acudía con un bote repleto de polvo de fragua para restañar las heridas del esquileo. Aunque la parte del cuerpo que se estaba esquilando se mantenía cuidadosamente estirada para evitar hendiduras o pliegues susceptibles de ser cortados por la tijera, siempre había heridas. Si eran profundas se cosían con una aguja gruesa. En ocasiones, los hombres tenían entretenidos a los niños recogiendo telarañas para cubrir los pellizcos y conseguir que la sangre se coagulara.

          Tras un breve descanso para echar un trago a una botella de vino o para rebaño en dehesafumar un cigarro, se volvía al tajo hasta que se ponía el sol. En la primera jornada esquilaban unas treinta ovejas al día, pero en las siguientes podían llegar a las cuarenta. Como cada vellón pesaba entre dos y tres kilos, cada esquilador podía llegar a hacer cien kilos en un día. Las ovejas esquiladas encontraban de nuevo a sus corderos gracias a su balido, pero los corderos pequeños parecían confundidos ante la visión de aquella oveja escuálida y calva que salía a su encuentro, y huían en busca de otra madre en condiciones.

          Hace milenios, las ovejas apenas tenían lana. Su aspecto era similar al de las cabras. Los vellones de estos herbívoros estaban constituidos por dos tipos de fibras bien diferenciadas. En el exterior, una jarra de pelos largos y gruesos cuya función era249 proteger al animal del viento y la lluvia. Por debajo, pegado a la piel, un pelo más corto y fino que servía como aislante térmico y que era la lana. Los pastores neolíticos fueron modificando el pelaje de las ovejas a fuerza de selección, aprovechando la lana y despreciando la jarra. Ésta fue desapareciendo y la lana se hizo más densa y abundante. Las mudas dejaron de ser anuales como en el resto de animales salvajes, por lo que el vellón crecía de forma continua y era necesario esquilarlo periódicamente.

          Si hubieras soltado a un campesino del siglo XV en aquella estancia, entendería perfectamente que estaban haciendo mi abuelo y su cuadrilla. El esquileo seguía un patrón que se había mantenido inalterado desde hacía muchos siglos. Nadie sabe exactamente cuándo comenzó esta labor, pero los arqueólogos han encontrado herramientas diseñadas para esquilar datadas en la Edad de Hierro (1000 a.C.). Estas tijeras rudimentarias constaban de dos cuchillas enfrentadas y unidas por un arco de acero que actuaba de muelle.

          Aún quedan muchos rebaños de ovejas en Mestanza, pero ya no queda nada de aquel mundo. Desde los tiempos del Neolítico, innumerables generaciones de campesinos modelaron el territorio dejándolo tal como lo vemos hoy. Pero de repente, desaparecieron como esas míticas civilizaciones perdidas de las que solo quedan ruinas ciclópeas. La diferencia es que fue ayer mismo, mis padres aún lo recuerdan y pueden dar testimonio de esa civilización extinguida. Aquel mundo había durado desde siempre y parecía estar dispuesto a prolongarse idéntico en el porvenir. Y desapareció en un suspiro, en el tránsito de unos pocos años.

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