Las abejas, la miel y la cera

Mestanza tiene una gran tradición apícola desde la Edad Media. Así lo atestigua la mención al colmenar del Burcio en el Libro de la Montería (siglo XIV). apicultura edad mediaLas colmenas proporcionaron miel y cera a nuestros antepasados, cuando ambas sustancias eran mucho más importantes de lo que son hoy en día. La miel era muy apreciada tanto por su sabor dulce como por sus propiedades medicinales. Este “oro dulce” fue durante muchos años el único edulcorante conocido, pues el azúcar era un producto de lujo que no se popularizó hasta el siglo XIX. Su uso aún pervive en alguno de nuestros dulces típicos como las flores con miel. También los famosos papajotes que popularizó nuestra vecina Orosia tienen en la miel una de sus versiones más sabrosas. La cera, por su parte, tenía una importancia esencial para la Iglesia, debido a la creencia de que las abejas eran vírgenes y, por tanto, la cera producida por ellas era la sustancia más perfecta para alumbrar a la divinidad. Las velas estaban presentes en todos los ritos, en especial los relacionados con la liturgia, la muerte y la protección de las personas. Las Ordenanzas de la Cofradía de San Pantaleón(1784) establecían que todos los cofrades debían acudir a la misa y a la procesión con una vela encendida “para mayor decencia del glorioso santo”. Había además un hermano depositario de la cera cuyo principal cometido era poner velas a disposición de los cofrades para asistir al entierro de los hermanos que fallecían.

El Catastro de Ensenada (1751) nos muestra la enorme importancia de la apicultura para nuestros antepasados. En el término de Mestanza se contabilizaron 2.741 colmenas, superándose las cifras de otros pueblos más grandes como Almadén, Almodóvar o Puertollano. Según el Catastro, de los 457 vecinos de Mestanza, un total de 91 –un 20%- poseían colmenas. En primavera, estos vecinos recogían todos los enjambres posibles. Durante esta época del año, las abejas obedecen el impulso de panaldividirse en varios enjambres y criar una abeja reina para la nueva colonia. Para criar a la reina, las abejas obreras -hembras con su capacidad sexual atrofiada- escogen un huevo fértil recién puesto, de los que se convertirían en una de sus hermanas obreras, y alimentan la larva que se está desarrollando en su interior con jalea real, una secreción que ellas mismas fabrican. Es única y exclusivamente este elixir lo que crea una abeja reina. Nada más nacer, la reina es espoleada por las abejas obreras para que salga de la colmena y se eleve por el cielo en el llamado vuelo nupcial. Rodeada de zánganos –abejas macho- se apareará diez o más veces seguidas, garantizándose una reserva de espermatozoides de por vida, que usará para fecundar los huevos que ponga en el futuro. Los zánganos son abejas grandes, corpulentas y peludas. No están capacitados para abastecerse de néctar o polen, ni tienen aguijones para defender la colonia. Su papel exclusivo es aparearse con la reina virgen. El macho, una vez terminada la cópula, cae al suelo sin vida: ha completado su función en la colonia.

Para recoger un enjambre, nuestros ancestros construían una colmena de corcho y la colocaban sobre un cúmulo de abejas. Dentro de la colmena ponían un trozo de panal para que las abejas lo olieran y comenzaran a entrar. Lo más colmena corchoimportante era que entrara la reina, pues sin ella el enjambre moriría. Las abejas fabrican miel con el néctar de las flores. Llegan a alejarse hasta 3 km de sus colmenas en busca de alimento, y encuentran muchos tipos de flores, aunque en Mestanza sus fuentes predilectas son el romero, el madroño, el tomillo, el cantueso y la encina. El néctar de las flores contiene más de un 80% de agua, y sus azúcares son complejos. Para fabricar miel, las abejas tienen que evaporar el agua y descomponer los azúcares en formas más simples. Cuando recolectan el néctar, lo succionan con sus lenguas largas y lo almacenan en un saquito llamado “estómago de la miel”. Cuando está lleno, vuelan de vuelta a las colmenas y traspasan el néctar a otras abejas más jóvenes, encargadas de extenderlo, gota a gota, por los panales de la colmena. Durante este proceso, las abejas le añaden unas enzimas que descomponen los azúcares complejos en otros simples. El agua del néctar se evapora poco a poco, pero las abejas aceleran el proceso batiendo las alas y creando corrientes de aire que van desde la entrada de la colmena, en la parte inferior, hasta los agujeros de ventilación superiores. Cuando la mayor parte del agua se evapora del néctar, las abejas tapan cada celdilla de miel con unas láminas de cera blanca segregadas por sus cuerpos.

Mi antepasado Juan Francisco Núñez, que vivió a mediados del siglo XVIII, poseía 33 colmenas que le rentaban 132 reales al año -4 reales por colmena-. Me gusta imaginarlo en otoño, ahumando las colmenas para aturdir a las abejas y poder utilesasí extraer los panales. Los apicultores de esa época solían cubrirse la cabeza con una chaqueta y metían las perneras de los pantalones entre los calcetines para que las abejas no se enredasen en el pelo, ni se introdujeran por el cuello o las piernas. Se consideraba muy importante no ponerse nervioso y realizar movimientos lentos y suaves para evitar el ataque de sus aguijones. Para que la miel saliera sin dificultad era necesario estrujar los panales con las manos al poco tiempo de extraerlos de la colmena, cuando todavía estaban calientes. De este modo la cera quedaba convertida en bolas y la miel caía a un recipiente colocado debajo. A menudo en este recipiente se ponía un colador para recoger los residuos que llevan los panales (abejas muertas, larvas, etc.) y dejar así la miel limpia.

En su libro clásico La vida de las abejas (1901), el escritor belga Maurice Maeterlinck describió la inquebrantable abnegación de las abejas y el misterioso deber que las anima. Concluyo con una de sus frases: “Si una inteligencia ajena a nuestro globo viniese a pedir a la tierra el objeto más perfecto de la lógica de la vida, habría que presentarle un humilde panal de miel”.

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