Cuando Germán Vozmediano salió de Mestanza en 1938 no imaginó que tardaría veinte años en regresar a su hogar. Como les sucedió a tantos jóvenes de su generación, la Guerra Civil marcaría su destino. Tras alistarse en un regimiento de artillería, la visión de un combate aéreo cambió por completo el rumbo de su vida. Eran los días en que mirabas al cielo y veías caer aviones envueltos en llamas. Germán quedó fascinado. A las pocas semanas ya estaba en el aeródromo de Los Alcázares pilotando los legendarios cazas soviéticos Polikárpov I-15 (Chatos) e I-16 (Moscas). Sus dotes como aviador impresionaron tanto los instructores, que fue uno de los elegidos para asistir a la célebre escuela de vuelo de Kirovabad (Azerbaiyán). Pero la suerte le duró poco tiempo. Al finalizar la Guerra Civil, los soviéticos suspendieron las clases de vuelo a los pilotos españoles. Consciente del peligro que suponía regresar a España, Germán decidió permanecer en la Unión Soviética. En junio de 1939, se trasladó a la ciudad rusa de Rostov, donde encontró trabajo como mecánico. Allí conoció a su futura esposa, Tamara Ivanovna. Y allí nacerían sus dos hijos.
Los alemanes invadieron la Unión Soviética en junio de 1941. Rostov fue ocupada a finales de ese año y Germán decidió cruzar las líneas para incorporarse a los comandos guerrilleros. Durante varios meses permaneció en Moscú, donde recibió instrucción en explosivos, primeros auxilios y manejo de radios. La orientación era de vital importancia en la inmensa y uniforme estepa rusa, por lo que fue formado en lectura de mapas, uso de brújulas y navegación astronómica. De allí fue trasladado a Sukhumi, a orillas del Mar Negro, donde recibió un entrenamiento intensivo de salto en paracaídas. Durante el año 1942 participó en numerosas misiones con el objetivo de destruir líneas de comunicación, tender emboscadas a convoyes, poner minas en las carreteras y, en general, sembrar el caos en la retaguardia alemana. En las estepas del Don era muy difícil actuar. A diferencia de otros lugares de Rusia, no existía la protección del bosque. Tan solo una enorme soledad despoblada de vegetación, donde los guerrilleros vivían a la intemperie y era difícil moverse sin ser visto.
Germán siempre recordaba una misión en particular. Junto a otros dos españoles se habían infiltrado en territorio enemigo para minar un ferrocarril. El frío era extremo y el viento azotaba la estepa con violencia. En mitad de la noche divisaron varios trineos tirados por caballos. Era un convoy atestado de soldados alemanes. Decidieron atacar pese a ser inferiores en número. Tenían los dedos tan congelados que dudaban si serían capaces de apretar el gatillo. Se frotaron las manos con nieve para hacer circular la sangre. Después rodearon al convoy para atacar con fuego cruzado. No debía quedar ninguno con vida. A una señal de Germán abrieron fuego con sus fusiles PPSh-41. En apenas cinco segundos los españoles vaciaron sus cargadores. Todos los alemanes murieron en el acto. Tras cubrir los cadáveres con nieve siguieron adelante con la misión. Antes del amanecer el ferrocarril estaba minado.
En enero de 1943 Germán Vozmediano realizó su última misión. Tras embolsar al Sexto Ejército alemán en Stalingrado, los soviéticos habían lanzado un ataque contra varias divisiones que intentaban romper el cerco. Esta ofensiva fue conocida como Operación Saturno. Una parte del plan consistía en destruir el nudo ferroviario de Kanebskaya que conectaba Rostov con Krasnodar. Dos comandos paracaidistas se habían lanzado sobre el objetivo para dinamitarlo, pero fue un desastre sin paliativos. Todos habían muerto. La madrugada del día 19 de enero despegó un tercer comando del aeródromo Adler (Sochi) a bordo de un avión Lisunov Li-2. Eran seis paracaidistas. Vestían ropa blanca de camuflaje e iban armados con metralletas, pistolas, granadas y material explosivo. Germán era el comandante de esta pequeña fuerza de valientes. La noche era atroz. Soplaban vientos de más de treinta nudos, el doble de la velocidad máxima recomendada para un salto en paracaídas. Sabían que era una misión suicida, pero siguieron adelante. El historiador Antony Beevor decía que “paracaidista es de lo peor que puedes ser en la guerra; siempre tienes el miedo de que el paracaídas no se abra”. No cabe duda. Deben existir pocas muertes más horrendas que los lentos segundos en que una persona plenamente consciente se precipita al vacío. Los fuertes vientos arrastraron a los paracaidistas y al material muy lejos de su objetivo. En el caso de Germán, el aterrizaje fue tan brutal que le dejó ambas piernas destrozadas.
Ni el científico más sutil ni el filósofo más lúcido han logrado nunca explicar ese absurdo que es la voluntad humana. Pero Germán sabía lo que se jugaba. La terrible Orden sobre Comandos de Hitler exigía la ejecución sumaria de cualquier soldado descubierto detrás de las líneas con uniforme o sin él. Antes de despegar había advertido a su equipo: “Evitad ser capturados y, si os arrinconan, caed luchando”. Germán se arrastró a duras penas por la nieve en polvo, buscando un lugar donde refugiarse. Con la tensión del aterrizaje apenas sentía dolor en las piernas. Solo podía seguir avanzando sin parar, ahogándose con los cristales de hielo que le llenaban los pulmones, sollozando de cansancio y rabia. El termómetro marcaba más de 30 grados bajo cero. Germán agotó sus últimas fuerzas sobre aquel grueso colchón de nieve. Pero un corazón que se obstina en seguir latiendo tiene un gran valor en el tablero de la vida. Antes de caer desmayado, vislumbró un pajar en medio de la ventisca.
Germán pasó la noche tiritando entre las gavillas de heno. Si se hubiera parado a pensar, le habría parecido que todo era inútil. Tenía la ropa empapada y sus piernas empezaban a congelarse. Los alemanes podían llegar de un momento a otro. Preparó las granadas y agarró la ametralladora dispuesto a morir matando. Al amanecer escuchó un ruido. Asomó la cabeza por encima de unas gavillas y vio a un niño que recogía paja con una pequeña horca. Se arrastró con sigilo hasta situarse a su espalda. En un rápido giro agarró al niño y le tapó la boca con una mano mientras con la otra le mostraba su cartilla militar. El niño, tras un primer momento de pánico, asintió con la cabeza. Parecía comprender la situación. Germán le soltó. Al niño se le iluminó el rostro y esbozó una sonrisa.
Aunque Germán no podía saberlo, la Gestapo ya había capturado a sus compañeros. Sólo él y un paracaidista bielorruso llamado Vasili Kozhedub habían logrado escapar. Todos fueron torturados y ejecutados. La operadora de radio Valya Galtseva llevó la peor parte. Le cortaron todos los dedos, las orejas y los senos antes de dispararle en la nuca. Es obvio que confesaron. Lo que sale de tu boca cuando tienes el cerebro paralizado por las drogas y las torturas no es una simple cuestión de valentía; es algo que no se puede predecir ni controlar. Los alemanes buscaron a los supervivientes con ahínco mientras estrechaban el cerco. Los partisanos rusos pensaban que era imposible rescatar a Germán. Finalmente idearon un plan. Escondieron a Germán en un carro de heno tirado por un caballo viejo y escuálido que los alemanes no quisieran requisar. Lograron llegar a la aldea de Kanevskaya y le alojaron en casa de Iván Nefedov y su mujer Eudoquia. Avivaron el fuego y le dieron cucharadas de té caliente con miel. Le ayudaron a quitarse su uniforme mojado y le envolvieron con mantas. Un viejo curandero llamado Pavel Nikitovich Zhivotovsky cogió un cuchillo bien afilado y le cortó las botas con cuidado. Al retirar los calcetines se reveló el horrible aspecto de sus pies y piernas. Estaban negras, en un avanzado estado de congelación. Se las frotaron con grasa de ganso, pero la gangrena estaba muy avanzada. Habría que amputar. Con vodka como anestesia y una navaja como bisturí, Zhivotovsky cercenó a Germán ambos pies.
Lo que sucedió a la mañana siguiente muestra como la realidad supera con creces a la ficción. Al amanecer, dos soldados alemanes irrumpieron en casa de los Nefedov. Encontraron a Germán tumbado en una cama, demacrado. Ya no había nada que hacer. Había llegado el final. “¿Quien es éste?” –preguntaron-. “Es mi hijo” –respondió Eudoquia. Estaba aterrada. Sabía que los ejecutarían a todos. Balbuceante, acertó a decir: “Está moribundo, tiene tifus”. Al escuchar la palabra “tifus”, los soldados se miraron con horror y salieron despavoridos. Durante los días siguientes, la gangrena siguió trepando por las piernas de Germán. Todos creían que no sobreviviría. Por fortuna, el 2 de febrero de 1943 el Sexto Ejército alemán capituló en Stalingrado y dos días más tarde, un batallón del 1157º Regimiento de Fusileros liberó Kanevskaya. Germán fue trasladado de urgencia a un hospital de Tiflis (Georgia) donde le amputaron las piernas a la altura de la rodilla.
Al terminar la guerra, Germán volvió a Rostov. Allí permaneció hasta 1957, cuando por fin pudieron regresar a España junto a otros exiliados. Lo hicieron a bordo del buque Krym (Crimea). Al arribar al puerto de Castellón, cientos de personas aguardaban tan emocionadas como los que viajaban en el barco. Allí le esperaban sus hermanos Carlos y Álvaro, y su amigo de la infancia Tomás Vallejo. Ese mismo año Germán regresó a Mestanza. Sus padres ya habían fallecido. Nunca supieron nada del paradero de su hijo. Con lágrimas en los ojos visitó la vieja casa familiar, en el número 16 de la calle de la Iglesia. Allí había venido al mundo cuarenta años antes, en febrero de 1918. Recordó su niñez, las mañanas de invierno recogiendo leña, las calles donde correteó con un trozo de pan y un puñado de higos secos en su alforja, los senderos que transitó armado con un palo por si tenía un mal encuentro canino, los atardeceres interminables junto a sus amigos en el Pilar de los Huertos.
En 1977, veinte años después de su regreso a España, el gobierno ruso invitó a Germán a Kanevskaya para recibir un homenaje. Fue un acto muy emotivo. Las autoridades locales le ofrecieron pan y sal conforme a la tradición. Acompañado de su mujer, Germán visitó las tumbas sus compañeros y depósito una corona de flores en el monumento a los caídos. En medio de un gran silencio, observó pensativo el obelisco. El momento más entrañable fue la visita a la casa de los Nefedov. Una anciana salió a recibirle. Era Eudoquia Nefedov. Un periodista ruso lo describió así: “Este reencuentro es difícil de explicar. Solo se miraban. No salían las palabras. Germán, con la emoción a flor de piel, mezclaba palabras rusas y españolas. Palpitaban los labios y había lágrimas”.
En 1991 murió nuestro paisano Germán Vozmediano Espinosa, que sobrevivió a la implacable cacería del ejército alemán a temperaturas polares, que fue Héroe de la Unión Soviética, que obtuvo dos órdenes de la Guerra Patria de Primer Grado, la Orden de la Bandera Roja, la Orden de la Insignia de Honor y numerosas condecoraciones. Siempre se mostró reservado y modesto sobre su papel en la operación de Kanevskaya. Quien firma estas líneas tuvo el placer de charlar con su hijo Carlos. Mientras me mostraba las viejas medallas de su padre, me dijo emocionado que siempre se sintió orgulloso de haber nacido en Mestanza. Ni un solo día de su vida había dejado de acordarse de aquellas tardes luminosas en el pilar de los Huertos.
FOTOGRAFÍAS
Foto 1: Germán Vozmediano, fotografía del Museo de Guerra de Kubán (Krasnodar).
Foto 2: Guerrillero soviético con fusil PPSh-41.
Foto 3: Soldados alemanes en trineo. Frente oriental.
Foto 4: Avión Lisunov Li-2 para el transporte de comandos paracaidistas.
Foto 5: Comando paracaidista.
Foto 6: Pavel Nikitovich Zhivotovsky, curandero que amputó ambas piernas a Germán Vozmediano.
Foto 7: Germán Vozmediano con su esposa Tamara Ivanovna (de pie a la derecha) y partisanos rusos (año 1977).
Foto 8: Germán Vozmediano abrazando a Eudoquia Nefedov.
Foto 9: Condecoraciones obtenidas por Germán Vozmediano.
Fotos 10 y 11: Homenaje de las autoridades rusas a Germán Vozmediano.
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