La Orden de Calatrava

En 1158 el rey Sancho III donó la villa de Calatrava con su castillo al abad Raimundo de Fitero y a la orden cisterciense para que la defendieran de los musulmanes. Este fue el origen de la Orden de Calatrava. Más adelante, en 1189, su hijo el rey Alfonso VIII confirmó esta donación extendiéndola a todos los nuevos territorios conquistados entre los que se encontraba Mestanza [1]. Este privilegio tenía una condición: repoblar con colonos cristianos las nuevas tierras. Tras la victoria cristiana en la batalla de las Navas de Tolosa (1212), los musulmanes fueron expulsados definitivamente del Valle de Alcudia. A partir de ese momento, todo el territorio de Mestanza pasó a pertenecer a la Orden de Calatrava, que lo dividió en tres bloques:

  • Mesa Maestral. La Orden, con el maestre de Calatrava a la cabeza, se quedó con la gestión directa de las cinco mejores dehesas del territorio: Frey Domingo [2], Cuarto de la Cruz [3], Encina Montosa [4], El Zote [5] y Las Tiñosas [6].
  • Encomiendas. La Orden fundó dos encomiendas, cuyas rentas se otorgaban a algunos caballeros: los comendadores. En 1385 creó la Encomienda de Mestanza y le otorgó la dehesa de Barrancos [7], al oeste del pueblo. En 1538 estableció la Encomienda de Almuradiel y le cedió la dehesa de Encinilla Rasa [8].
  • Concejo de Mestanza. La Orden, para facilitar la repoblación, otorgó a los vecinos varios terrenos alrededor del pueblo en concepto de usufructo: los bienes propios del Concejo y los bienes comunes de los vecinos.

Cada dehesa se componía de varias fincas cuya toponimia —Hato Castillo, Hituero, Alhorín— no ha variado desde la Edad Media. Las fincas que tenían capacidad para alimentar a un millar de cabezas se denominaban “millares”. Y aquellas que solo tenían pasto para 500 ovejas recibían por nombre “quintos”.

  1. La Mesa Maestral

La Orden obtenía sus ingresos de dos fuentes:

  • Ingresos por el arrendamiento de las dehesas a los ganados de la Mesta.
  • Ingresos fiscales en metálico por la cesión al Concejo de Mestanza de varios terrenos que rodeaban al pueblo, conocidos como “bienes propios del Concejo”. Como se explicará más abajo, eran básicamente dos impuestos: el derecho maestral y el pedido de San Miguel.

Tras la incorporación de la Mesa Maestral a la Corona en tiempos de los Reyes Católicos (1488), estos ingresos se destinaron a pagar los salarios de diversos cargos públicos (ministros, gobernadores, alcaldes) y eclesiásticos (capellanes, curas, etc.)

2. La encomienda de Mestanza

El origen de las encomiendas está en la época de la Reconquista. Como se ha dicho anteriormente, la Orden era la nuda propietaria de todo el territorio conquistado. Unas partes las administraba directamente la Mesa Maestral y otras partes se encomendaban a los caballeros de la Orden. De ahí el nombre de “encomiendas” y “comendadores” respectivamente. La Corona otorgaba estas encomiendas como recompensa para cortesanos, aristócratas y militares distinguidos.

La Encomienda de Mestanza (también conocida como “Encomienda de Barrancos”) obtenía sus ingresos de dos fuentes:

  • Ingresos por el arrendamiento de la dehesa de Barrancos a los ganados de la Mesta.
  • Ingresos fiscales en especie por la cesión al Concejo de Mestanza de varios terrenos que rodeaban al pueblo, conocidos como “bienes comunes de los vecinos”. Como se explicará más abajo, había una pléyade de impuestos: diezmos, primicias, montaracía, zocodover, etc.

La Encomienda tenía la obligación de sufragar el coste de varios soldados para el ejército de España. Eran las conocidas como “lanzas”. Además debía pagar los salarios de los curas de Mestanza y sus aldeas y, lógicamente, pagar al guarda y al administrador de la dehesa de Barrancos. Descontando estos gastos, aún quedaba un enorme beneficio que iba directamente al bolsillo del comendador, cuya única obligación era pasar al menos un par de meses al año en la Casa de la Encomienda.

3. El Concejo de Mestanza

Una de las primeras medidas de la Orden de Calatrava fue otorgar a nuestra villa el usufructo de varios terrenos alrededor del pueblo. Esta medida facilitaba la repoblación pues permitía a los vecinos obtener un beneficio de esas tierras. Con carácter general, un Concejo podía catalogar sus terrenos como “propios del Concejo” o como “comunes de los vecinos”:

a) Bienes propios del Concejo: eran las tierras que el Concejo arrendaba a ganaderos foráneos. En este grupo solo entraban la dehesa de La Gamonita y algunas redondas [9]. La mitad del dinero obtenido se destinaba al pago del “impuesto de yerbas” a la Mesa Maestral (propietaria del territorio). La otra mitad cubría diversos gastos municipales tales como: médico, arreglo de caminos o pago de funcionarios (escribano, guarda de los toros del Concejo, contador del ganado que entra a pastar). El Concejo de Mestanza pagaba a la Mesa Maestral dos impuestos en metálico por sus bienes propios:

  • Derecho maestral o «impuesto de yerbas»: la mitad (50%) de las rentas que obtenía el Concejo por el arrendamiento de sus terrenos propios (la dehesa de La Gamonita y varias redondas).
  • Pedido de San Miguel: una cantidad fija de dinero que se pagaba a finales de septiembre.

b) Bienes comunes de los vecinos: eran las tierras que el Concejo cedía al común de los vecinos para que cultivasen alimentos, criasen su propio ganado, recogieran leña o cazaran. Estas tierras no generaban ninguna renta monetaria, por lo cual eran conocidas como “baldíos”. La mayor parte del territorio concejil de Mestanza entraba en esta categoría. Todos los terrenos baldíos estaban sujetos a una Comunidad de Pastos con Puertollano que permitía a los vecinos de ambos pueblos el aprovechamiento de estos. Los vecinos debían pagar a la Encomienda de Mestanza varios impuestos en especie por el rendimiento obtenido en los terrenos comunes:

  • Diezmos: una décima parte (10%) de las cosechas anuales (cereales, legumbres, hortalizas, frutales), de las crías de ganado (corderos, becerros, lechones, chotos, gansos y pollos), de los productos de la oveja (queso, lana), de lo obtenido en las colmenas (miel, cera), de lo molturado en los molinos harineros y del corcho de los alcornoques.
  • Primicias: una porción de las cosechas de trigo, de cebada y de centeno, que se destinaba a la iglesia parroquial de Mestanza y al Arzobispado de Toledo.
  • Voto de Santiago: una porción adicional de la cosecha de trigo que se asignaba íntegramente a la iglesia parroquial.
  • Montaracía: una tasa monetaria por cada carga de leña recogida en los montes y una porción del carbón de encina producido por los carboneros.
  • Zocodover: una tasa monetaria por cada res menor que se pesase en la carnicería y una porción de la carne que se matase.

Por otra parte, el Concejo también tenía ingresos fiscales. Los extranjeros que venían a Mestanza –sobre todo pastores y buhoneros- pagaban dos tipos de impuestos:

  • Horno de poya: una tasa por utilizar los hornos de la población. Se pagaba en pan o en dinero.
  • Cuarentena: una tasa por la venta de mercancías que se hicieran en Mestanza. Era un pago en metálico equivalente a una cuarenteava parte (2,5%) del género vendido.

En el escudo de Mestanza figura —con gran acierto— la cruz de Calatrava. El pueblo y todo su territorio pertenecieron a la Orden de Calatrava durante casi siete siglos: desde la donación del rey Alfonso VIII (1189) hasta la conclusión de las desamortizaciones (1881). Esto significa que la Orden estuvo presente en Mestanza durante la mayor parte de su historia. Aunque hoy es solo un recuerdo lejano, su impronta —como la de la Mesta— marco las vidas de nuestros antepasados hasta hace no tanto.

Notas

[1] El documento indica: “Ego Aldefonsus (…) concedo (…) et confirmo donationem (…) Calatravam, quam pater meus rex Sancius olim dedit. Sunt ergo isti termini (…) sicut uadit ille serra quae dicitur del Puerto de Muradal, et sicut uadit serra ad Burialame, et intrat recte ad Xandolam…”.

[2] La Dehesa de Frey Domingo estaba al SE. del pueblo y se componía de 6 millares: Rincón Malillo, Hato de Vélez, Hato Viejo, El Burcio, El Charquillo y el Rincón de Fray Domingo.

[3] La Dehesa del Cuarto de la Cruz estaba al N. y E. del pueblo y se componía de 7 millares: La Peñuela, Las Morras, El Hinojo, El Rasillo, Hoya Pelada, Encinarejo y Villalba.

[4] La Dehesa de Encina Montosa estaba al SE. del pueblo y se componía de 2 millares: El Carneril y Toriles.

[5] La Dehesa de El Zote estaba al S. del pueblo y se componía de 6 millares: Hontanillas, Hato Castillo, Hoyas Azules, La Pizarrosa, Cabeza del Puerco y Cañaveral.

[6] La Dehesa de Las Tiñosas estaba al SO. del pueblo (en el actual término municipal de Solana del Pino) y se componía de 7 millares: Alhorín, Canitos, Piedras Blancas, El Manzano, Lebrachos, Toriles y Valdefuentes.

[7] La Dehesa de Barrancos estaba al O. del pueblo y se componía de 12 millares: Belesar, Utreras, Umbría de Vacas, Solanilla, Ejido, Hituero, Higueruela, Cerro del Enebro, Piedras y Lomas, Pozo Medina y los medios quintos de Hatillo, Moral y Panadilla.

[8] La Dehesa de Encinilla Rasa estaba al SE. del pueblo y se componía de 4 millares.

[9] Había siete “redondas” (Palancares, Butreras, Cotillos, Los Galayos, La Vera, Herraderos y Quemados) y otros tantos “acogidos” (Riofrío, Barrios Nuevos, Santa Ana, Rasos de San Lorenzo, Cantalobos, Jirote y Venero).

Las escuelas

A Dionisio Céspedes Navas

                Ya no se construyen edificios tan bellos como las escuelas de Mestanza. Sus evocadoras paredes de piedra y mampostería y sus grandes ventanales lo convierten en nuestro mayor tesoro patrimonial de arquitectura civil. Fueron inauguradas en 1905 y constaban de dos pabellones, uno para niños y otro para niñas. La calle de Santa Catalina, con su arboleda, realza el encanto de este edificio. En el invierno de 1912, los alumnos dedicaron una jornada a plantar árboles en ambas aceras de la calle, dándole el bello aspecto que tiene hoy en día. Las escuelas fueron ampliadas en 1952, como reza la fecha de la reja de entrada. Se aumentó el número de aulas de dos a seis (tres para niños y tres para niñas) y se las denominó “Escuelas de Santa Catalina”.

                La primera mención a un maestro aparece en el año 1751. El Catastro de Ensenada señala que había “un maestro de primeras letras llamado Jaime Antonio Mayorga”. Durante el siglo XIX, la escuela de Mestanza se situaba en la actual Casa de Cultura (calle Carnicería, esquina a la plaza), en un edificio que había sido carnicería, taberna y pósito público. Además de las aulas, tenía una habitación para alojar al maestro. El Diccionario de Pascual Madoz (1848) señala que esta escuela estaba “dotada con 2.200 reales de los fondos públicos” y asistían 50 niños. Dado que las niñas no tenían acceso, tan solo 12 “afortunadas” recibían enseñanza privada costeada por sus padres. La educación femenina consistía en labores de manos y catecismo hasta que la Ley Moyano (1857) estableció que las niñas tenían que aprender además “a leer, escribir y contar”. En 1903 la población escolar ya era notablemente mayor e igualitaria: 319 alumnos, con 168 niños y 151 niñas. No obstante, en la práctica, una gran parte de los alumnos no podía asistir a las clases, pues trabajaban para ayudar a sus familias. El propio Ayuntamiento reconoció que un 60% de los escolares no asistía a las aulas. A partir de los seis años, muchas niñas se ponían a servir y los niños madrugaban para recoger leña, llevar cantaros de leche a lomos de un burro o ayudar como zagales a algún pastor. No recibían un jornal, sino que les pagaban con la comida.    

Doña Carmen Pastrana y sus alumnas de Mestanza

                Como dije, las nuevas escuelas se inauguraron en 1905. Fueron construidas por el maestro de obras don Manuel Llaguno y financiadas por el filántropo don Nicanor Hernán de los Heros y su hija doña Catalina. En agradecimiento, el pueblo otorgó sus nombres a la “Plaza de Hernán de los Heros” (actualmente “Plaza de los Carros”) y a las calles de Llaguno y Santa Catalina. El 14 de mayo, con motivo del Tercer Centenario de la publicación del Quijote, se celebró la ceremonia de inauguración con una misa e innumerables discursos del alcalde, del cura y del maestro, entre otros. Las escuelas fueron bautizadas con el nombre de Cervantes (la de los niños) y Santa Catalina (la de las niñas) en honor del autor del Quijote y de la hija de don Nicanor. El acta municipal señala que el día concluyó con un baile y un “espléndido lunch consistente en pastas, refresco y licores”. También señala que “al tomar la primera copa del espumoso champagne” el juez municipal recitó el siguiente poema:

Brindo por don Nicanor,

por su hija Catalina,

por su venerable hermana

y su querida sobrina.

A ti, Catalina hermosa,

por tu inmensa caridad,

mil años te guarde el cielo

por tu excesiva bondad.

Lo que te debe este pueblo

bien de manifiesto está.

Y los hijos de Mestanza

mil y mil gracias te dan.

                Los maestros tenían sueldos bajos. Tanto que el saber popular acuñó la triste y expresiva frase: “Pasas más hambre que un maestro de escuela”. Pese a todo, su esfuerzo y dedicación se veían recompensados por el sincero agradecimiento de muchos padres, que les ofrecían miel, unos huevos o algo de queso. El maestro enseñaba a leer, a escribir, las cuatro reglas, algo de geografía e historia. Las aulas tenían pupitres dobles, para dos alumnos, que eran mesa y asiento a la vez. Enfrente estaba la pizarra, el crucifijo y los símbolos del Estado (un retrato del Rey o de Franco, según la época). Como es natural, no había calefacción. Tan solo el maestro disponía de un brasero. Los niños, para calentarse, cogían un tizón de sus casas o de la panadería y lo metían dentro de una vieja lata. Con eso tiraban como podían. La lata tenía unos agujeritos en la parte inferior para que ardiera mejor el rescoldo y un alambre largo en la parte superior para poder llevarlo sin quemarse las manos. En ocasiones, la lata hacía una mala combustión y el maestro decía: “A ver, que hay tufo” y mandaba al alumno al patio a solventar el problema.

Don Joaquín Rodríguez Borlado, que fue maestro de Mestanza entre 1888 y 1912, dejó escrito el siguiente poema dedicado a su profesión:

Levántase a las ocho o más temprano;

si no hay otro remedio, siempre ayuna

 y abre la escuela sin demora alguna

 en invierno lo mismo que en verano.

Él es la base del progreso humano,

de la sublime educación la cuna,

y aunque siempre carece de fortuna

bienes derrama por doquier su mano.

Enemigo del vicio y la ignorancia

abre al saber y a la virtud el camino

 con un celo y amor que nada trunca.

Y en premio a su trabajo y su constancia,

disfruta un sueldo por demás mezquino

 y se lo pagan tarde, mal y nunca.

Los datos han sido extraídos de los libros de Miguel Martín Gavillero: Mestanza, algo de su historia y Mestanza, tu pueblo y el mío; y de Rafael Muñoz Romero: Mestanza, entre la historia y la leyenda.

La cocina de Mestanza

El territorio de Mestanza y sus aldeas tiene unas peculiares características históricas y geográficas que han marcado el devenir de su gastronomía. Por un lado, destaca la impronta de los pastores trashumantes del norte de Castilla, que trajeron a nuestras tierras las migas o la caldereta. Por otro lado, su ubicación en las estribaciones de Sierra Morena nos ha legado la cocina propia de los serranos, con abundante caza de jabalís y venados.

Los pastores solían comenzar la jornada con unas migas. Se echaba aceite en un caldero y, cuando estaba caliente, se agregaban las migas de pan, muy bien picadas. Conforme se iban tostando se añadía agua y les daban vueltas una y otra vez conforme al dicho: “Las migas de pastor, cuantas más vueltas mejor”. Las migas eran la comida más común durante la época de la paridera, entre noviembre y diciembre. En un rebaño de mil ovejas podían parir unas ochocientas. Esto daba mucho trabajo y las migas eran una comida rápida y fácil de hacer. Con la llegada el calor, los pastores solían prepara diversos tipos de mojes. En Mestanza hay una gran querencia por estos platos sencillos que, como su propio nombre indica, se degustan mojando pan. Destacan el tumbalobos y la sobrehúsa, que comparten ingredientes: tomates, cebollas y bacalao desmigado.

Al terminar la paridera, con más tiempo libre, los pastores hacían mucho cocido. Por el día se echaban los garbanzos a remojo y por la noche se ponían a cocer en la lumbre. Si alguno se despertaba debía mirar la olla, para ver si se quedaban sin caldo. Y al amanecer, después de dar una vuelta al ganado, se almorzaba el cocido. Con las sobras se hacía una tortilla que era conocida como ropavieja. En mi casa es tradicional comer el cocido con pelluelas, una masa de pan rallado y huevos frita en abundante aceite con ajo y perejil. En Mestanza se suelen echar las pelluelas en leche hirviendo con azúcar, canela y cáscara de naranja.

Si se moría alguna oveja, lo más común era hacer salados. Tras desollarla y deshuesarla, se tenía la carne en sal durante dos o tres días, envuelta en su propia piel. Por último, se colgaba de una encina y a los pocos días estaba totalmente seca. Otras veces se hacía caldereta. Se echaba la carne, se cubría con agua y se ponía a cocer. Con una cuchara había que ir quitando la espuma. Y luego se echaban todos los condimentos: aceite, sal, pimentón, unos ajos machacados con mortero, guindillas y un poco de vino. Después se le daba vueltas hasta que apenas quedaba agua en el caldero. La gastronomía pastoril implicaba tener un fuego encendido de día y de noche. Al levantarse, los pastores echaban un par de leños de encina y prendían durante todo el día. Por la noche, removían con un hierro los tizones y echaban más leña.

El empedradillo (léase “empedraillo”) era un guiso de alubias con arroz al que se añadían pimiento, ajos y tomate. Se solía comer los viernes para guardar el precepto. Este plato tradicional aparece en el libro Valle de Alcudia (1962), de Vicente Romano y Fernando Sanz. Al llegar al cortijo de Sabas –en el Galayo Alto-, los viajeros se disponían a cenar. Entonces Sabas, levantando la tapa del puchero y moviendo su contenido, les preguntó: «¿Les gusta el empedraillo?». «¿Qué es eso?» interrogaron los viajeros. «Alubias con arroz. ¡Lástima que sea viernes y no pueda ofrecerles algo más sustancioso!».

Las criadillas o trufas blancas también aparecen en este libro memorable. Se trata de un manjar oculto en las entrañas del Valle de Alcudia. Los carboneros las buscaban con ahínco hurgando con sus palos en la hierba. Uno de ellos, Eliseo, explica a los viajeros: “Es difícil encontrarlas. Solo salen cuando llueve”. “Asadas están muy buenas” dice Gregorio, otro carbonero. Para hacer miguilla de hongos, se hacía un sofrito con las criadillas y se le añadía agua y miga de pan.

Los calandrajos eran uno de los platos más típicos de nuestro pueblo. Se trataba de un guiso de conejo o de bacalao al que se añadían unas tiras de masa de harina. Nuestros antepasados vieron una peculiar semejanza entre esas tiras de masa y los andrajos de las ropas, tan habituales antiguamente. De esa afinidad surgió el curioso nombre de esta comida.

El tiznao requería de horno de leña y brasas. Se asaban en el horno varias patatas, unos tomates, pimientos, cebollas y un par de cabezas de ajo morado. Al cabo de una hora, más o menos, se sacaban las verduras del horno y se hacía un majado con ellas, quedando una pasta cremosa. Mientras tanto, se ponían un par de tiras de bacalao desalado sobre un trozo de leña. Enseguida las brasas tiznaban el bacalao, que se desmigaba en lascas sobre el majado. El contraste del tizne negro con el blanco del pescado dio nombre a este plato singular que compensaba los aromas fuertes del ajo y el bacalao con la suavidad de las verduras. El pimiento y el tomate son la base de otros dos platos muy apreciados en Mestanza: el pisto y el asadillo. Además del bacalao, el otro pescado que entraba en el pueblo eran las sardinas arenques, baratas y nutritivas.

Las gachas de pitos están documentadas desde el siglo XV y se elaboran con harina de almorta. En una sartén se sofríe panceta, chorizo y unos dientes de ajo. Después se retiran del fuego y se añaden a la sartén la harina de almorta con pimentón. Se le va echando agua para cuajar la mezcla, dándole vueltas hasta que quede en su punto. Finalmente, se añaden los tropezones del sofrito. Las almortas tienen su leyenda negra. Durante los llamados “años del hambre” (al terminar la Guerra Civil), la población vio en la almorta un alimento recurrente para paliar la escasez de alimentos. Tanto se abusó en su ingesta que se multiplicaron los casos de calambres musculares, parálisis y afecciones hepáticas. Se llegó a tal extremo que el Gobierno prohibió la ingestión de almortas por Decreto del 15 de enero de 1944.

                Los galianos o gazpachos de pastor es un plato de la cocina del Quijote. Fueron inmortalizados por la pluma de Cervantes en aquel canto de Sancho a la vida sencilla: “Más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre”. Se trata de un guiso con carne de caza (perdiz, liebre o conejo) al que se añaden unas tortas de pan ácimo muy finas y desmigadas. Antiguamente, una de las tortas servía de cuchara. Otro plato cervantino son los famosos duelos y quebrantos. Bajo este nombre majestuoso se esconden unos sencillos y deliciosos huevos con torreznos que nuestro hidalgo degustaba todos los sábados: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”.

                La mayoría de estos platos estaban al alcance de todas las familias pues los ingredientes no costaban prácticamente nada. Era una cocina ligada a los productos de la tierra y a unos sabores básicos que reconfortaban el cuerpo y el espíritu. Unas migas, unas gachas o un tiznao son la decantación de las más viejas tradiciones castellanas y del espíritu de austeridad de nuestra tierra. Que vivan para siempre.

El maquis

                Tras el desembarco de Normandía en junio de 1944, parecía que la victoria aliada era inminente. Entre los republicanos españoles y los exiliados creció una ola de optimismo. Creyeron que Franco tenía los días contados. El Partido Comunista (PCE), deseoso de aprovechar el viento a favor, organizó un auténtico ejército guerrillero para combatir al régimen. Fueron conocidos como el maquis. Eran, en su mayor parte, comunistas decididos a levantar al pueblo en armas. El maquis en la provincia de Ciudad Real quedó a cargo de la llamada Segunda Agrupación. Estaba compuesta por tres divisiones: la 21, la 22 y la 23. A la División 21, al mando de Eusebio Liborio (a) Labija, se le asignó el valle de Alcudia como campo de operaciones. Durante el año 1945 cometieron varios secuestros y robaron en algunas fincas de Solana del Pino, Brazatortas y Abenójar. En 1946 atracaron la oficina del Banco Español de Crédito de Puertollano y se llevaron 250.000 pesetas. Una fortuna para la época. Unos días más tarde asaltaron un tren de correos entre las estaciones de Veredas y Caracollera. El botín fue memorable: trece baúles llenos de dinero. La alegría les duró poco. A finales de ese año, una delación puso a la Guardia Civil tras la pista de Labija. Le encontraron en Madrid y fue acribillado a balazos. Para sustituirle se nombró a un comunista del ala dura: Paco Expósito (a) El Gafas.              

                El Gafas organizó la División 21 en cuatro partidas. En Mestanza cobrarían fama las de “Trapichea” y “Sevillano hijo”, que eran conocidos como los de la sierra. Por el Valle de Alcudia había otras partidas que iban por libre, como la de Lazarete o el Lechuga, pero los guerrilleros del Gafas eran los más activos. Su silueta era inconfundible: cazadora de cuero, polainas, boina y escopeta de dos cañones. Protagonizaron un sinfín de escaramuzas, atracos y asaltos a polvorines. Llegaron incluso a editar el periódico clandestino Mi lucha para repartirlo entre los campesinos. Sufrieron fríos, lluvias, hambre, duras caminatas nocturnas y combates salvajes con la Guardia Civil. En 1947 el gobierno ofreció una recompensa de 150.000 pesetas a quien capturase al Gafas, vivo o muerto.

                La lucha contra el maquis recayó sobre todo en la Guardia Civil, un cuerpo idóneo por su disciplina y su histórica experiencia en la persecución de bandoleros. En agosto de 1947 se puso al frente de la 204 Comandancia de la Guardia Civil al teniente coronel Eugenio Limia. Entonces comentó una cacería implacable. Se desplegó a la Segunda Compañía de la Guardia Civil en Mestanza, Solana del Pino, El Hoyo, Villanueva de San Carlos y Fuencaliente. Limia implantó nuevos métodos de lucha contra la guerrilla. En particular la creación de las contrapartidas, falsas partidas de guerrilleros compuestas por siete u ocho guardias civiles al mando de un cabo y acompañadas de un paisano conocedor del terreno. Al ir vestidos como guerrilleros, los enlaces del maquis los confundían, cayendo así prisioneros y desvelando el escondite de sus compañeros. En 1948 se crearon los llamados grupos móviles, formados por un sargento, dos cabos y trece guardias. En la demarcación de la Segunda Compañía había cuatro grupos móviles, con bases en Riofrío, Coquiles, Ventillas y Venta de la Inés. Se encargaban de patrullar por los montes, vigilar cortijos sospechosos y asaltar los campamentos cuando los confidentes o las contrapartidas les daban aviso de su ubicación.

                Los hombres del Gafas no tenían piedad con aquellos que consideraban traidores. Los ejecutaban en el acto. En 2003 exhumaron en Solanilla del Tamaral los huesos de uno de ellos. Se llamaba Francisco Pacheco y era enlace entre el comité provincial y la guerrilla. Las contrapartidas de la Guardia Civil le capturaron en la sierra y fue obligado a servir de guía para localizar los campamentos del maquis. En un descuido de los guardias, Pacheco logró huir y fue a dar aviso al Gafas del peligro que corrían. Fue el gran error de su vida. Sus camaradas le acusaron de delator y le pegaron varios tiros. Su cuerpo fue abandonado a merced de los buitres.

                En Mestanza se narraban infinidad de historias del maquis. Hace poco me contaron una de ellas. Sucedió en el caserío de Manuel Pareja, conocido como el cortijo de los Manolillos. En mitad de la noche, un hombre tocó la puerta con una varilla y preguntó si estaba la Guardia Civil. Manuel respondió que allí no había nadie y abrió el portón. Hasta once guerrilleros de la partida del Gafas irrumpieron en la casa. Estaban hambrientos. Tras cerciorarse de que no había peligro, se dispusieron a cenar lo poco que había. Uno de ellos pidió cabo y lezna para coserse una bota. Le oyeron murmurar con resignación: “Lo que es la vida. De médico a zapatero”. Se conoce que ese hombre había sido galeno antes de la guerra. Manuel pensó avisar a la Guardia Civil, pero le aterraba que los intrusos le mataran su yunta de mulas en represalia. No obstante, un pastor que tenía en el chozo logró alcanzar el pueblo. Al poco tiempo, llegaron un sargento y un guardia y abrieron fuego contra la cuadrilla. Dos contra once. Una acción heroica, sin duda. Por no decir temeraria. El sargento cayó gravemente herido y el guardia escapó por los pelos. Los guerrilleros se acercaron al sargento para rematarlo, pero al verle tan malherido, le dieron por muerto. Por fortuna, pudieron curarle en la finca de Las Médicas y salvó la vida.

                Hacia 1948 el maquis acabaría aprendiendo dos amargas lecciones. La primera, que el pueblo estaba cansado de los asesinatos y los robos de ganado, alimentos y prendas de abrigo. La gente ya no quería más problemas y solo deseaba vivir en paz. La segunda, que el partido comunista les había abandonado a su suerte sin compasión. Sus jefes políticos, muchos de los cuales vivían cómodamente en Francia o en la Unión Soviética, acataron la orden de Stalin de abandonar la lucha armada. Los guerrilleros del Gafas, sin apoyos ni objetivos, se convirtieron en un puñado de tipos acosados como alimañas. Durante algunos meses libraron una lucha desesperada, vagando por la sierra como lobos hambrientos. Muchos se entregaron a la Guardia Civil, otros fueron cayendo. De ellos se puede decir que fueron tan criminales como heroicos. Muchos veteranos de las contrapartidas les recordaban con una mezcla de rencor y admiración. Contaban sus asesinatos y tropelías, y también su valor y firmeza. El Gafas huyó a Francia en septiembre. Siempre se situó en el marxismo más radical, opuesto a cualquier aperturismo. En sus últimos años fundó el Frente Marxista-Leninista, del que sería su presidente. Murió el 9 de abril de 1998.

Pozos, fuentes y lavaderos

                El emplazamiento de Mestanza no es casual. Sus primeros pobladores eligieron un cerro de elevada altitud y fuertes pendientes, rodeado de varios arroyos. Mientras que la altitud les permitía resistir un asedio o hacerse fuertes en tierra enemiga, la presencia de arroyos era un requisito indispensable para sobrevivir. Un viejo mapa de 1890 da cumplida cuenta de infinitos arroyos en nuestro territorio. Cuando iba por treinta me cansé de contar y aún quedaban bastantes. Lo cierto es que la mayoría están secos durante gran parte del año. El más cercano al pueblo es el arroyo del Santo, en el camino al cementerio. En 1902 se construyó un puente para sortearlo, aunque nunca he visto correr agua bajo sus arcos. Los arroyos de Valdecabras, Charco Botija o el Venero, sí llevan un caudal más constante, pero están algo alejados de la población y sujetos a sequías periódicas.

Fuente del Pocillo

                Para asegurarse un suministro de agua más estable y cercano, nuestros antepasados crearon pozos, fuentes, lavaderos y abrevaderos. Así surgieron la fuente del Médico, el pilar de los Huertos y, a lo largo del paseo, los pozos de la Rejada, de Enmedio y del Pocillo, donde las mujeres llenaban sus cántaros. Para lavar la ropa acudían al pilar de la Corchera o al lavadero de la huerta de Viruta. Estos lugares entrañables eran un punto de encuentro donde se renovaban los lazos afectivos y se rendían cuentas del estado anímico del pueblo. El chinchorreo era el denominador común de todos ellos. Las mujeres más jóvenes aprovechaban la coyuntura para ver a sus novios, que las esperaban en las esquinas o abrevando a sus animales. El agua de los pozos se extraía con cubos. En ocasiones, se les rompía la soga y eran necesarios unos ganchos de hierro llamados arrebañaderas para sacarlos del pozo. El agua del cubo se vertía en los cántaros. Las mujeres eran capaces de transportar un cántaro en la cabeza y otro en la cadera. Todo un arte, considerando las cuestas del pueblo y el empedrado de las calles.

Fuente del Pocillo

                El Pocillo es un lugar emblemático de Mestanza. Antiguamente, era solo uno de los tres pozos que había a lo largo del paseo. Actualmente, comprende toda el área del paseo, el quiosco, la pista de baile y la fuente del Pocillo. El frescor del arroyo y la brisa suave de la sierra lo convierten en un lugar ideal para las noches de verano. La fuente del Pocillo nació en el año 1901, con la instalación de una noria de hierro. Ese mismo año se comenzó a desbrozar y allanar el viejo camino del Olivar, sembrándolo de árboles para hacer el actual paseo. La fuente era un bello aljibe cubierto de ladrillo y rematado con una pequeña cúpula. Un brocal guarnecía la pileta, en la que varios grifos vertían el agua de los pozos. El agua sobrante iba a un gran pilón donde bebían los animales. La fuente actual es una reconstrucción de la antigua. Hasta la construcción del embalse del Montoro y la llegada de agua corriente a la población, estos tres pozos fueron la principal fuente de abastecimiento de agua de la población.

Pilar de la Corchera

                El pilar de la Corchera era un lavadero situado en la carretera de El Hoyo. Hoy día se llega a sus pilares por un camino muy agradable. Algunos vecinos ya lo conocen como la “Ruta del Colesterol”, quizá por los diversos aparatos de gimnasia que hay en sus inmediaciones. Más famosos fueron, sin duda, los lavaderos de la huerta de Viruta. Eloy Pedrero (a) Viruta era el único carpintero de Mestanza. Su huerta era un verdadero vergel gracias al enorme caudal de agua que brotaba de un manantial cercano. Eloy tuvo siete hijos, cuatro con su mujer y tres con su criada. Para sacar adelante a tanta prole, construyó un lavadero de veinte pilas techadas y empezó a cobrar tres pesetas por pila. Pese a que estaba a tres kilómetros del pueblo, las mujeres iban con sus cestas cargadas de ropa desde muy temprano. Pasaban el día lavando y charlando, cotilleando y bromeando. Muy pocas iban al lavadero municipal y ni siquiera cuando Viruta subió el precio a un duro dejaron de acudir.

Pilar de los Huertos

                La fuente del Médico está justo encima del pilar de los Huertos. En el famoso libro Espejo cristalino de las aguas de España (1697), el doctor Alfonso Limón, la cita como la “Fuente del Pilar”. En sus páginas señala que se trataba de un agua “delgada, cristalina y suave, (…), admirable para sanar los dolores nefríticos” y concluye: “Afirmamos que las aguas de esta fuente de Mestanza son dignas de toda estimación y recomendación”. Respecto al pilar de los Huertos, ¿Cuántas generaciones de niños aprendieron a nadar en sus aguas plagadas de sanguijuelas? El Catastro de Ensenada (1751) ya lo cita por este nombre, si bien la última remodelación data de 1909, cuando se crearon los tres pilones que vemos hoy en día. El pilón alargado servía de abrevadero y los otros dos, de baño para personas y para caballerías. El informe del secretario municipal don Norberto Moreno resaltaba el gran beneficio que suponía esta reforma, al evitar “las molestias y gastos que ocasionaba el tener que ir al río que dista seis kilómetros”. El informe señalaba que en las obras se hallaron “las ruinas del antiguo pilar que databa del tiempo de los árabes”, así como “un pocito redondo (…) que delataba fuera baño de personas aprovechando las aguas minerales procedentes de la fuente del Médico”. Esto convierte al pilar de los Huertos en la primera “piscina” de Mestanza. Cuando se abrieron los baños se contrató a un guarda que cobraba cinco céntimos a los bañistas y diez céntimos a las caballerías. Puede resultar sorprendente, pero incluso se instaló una caseta de madera para que los hombres pudieran ponerse el traje de baño. Las mujeres estaban excluidas de este privilegio, pese a que el pilón de los animales era conocido, irónicamente, como “el baño de las mujeres”. Del camino que conducía al pilar de los Huertos salía una senda a mano izquierda que llevaba al manantial de Fuente Agria. El sendero desapareció, pero hasta hace poco, aún se podía llegar cogiendo una vereda que salía a la izquierda desde la carretera al pantano, dejando a la derecha el huerto de Chicharito. Poco o nada pervive de aquella fuente de aguas ferruginosas. A mí, al menos, me queda el recuerdo de haber recorrido esos senderos con mi abuelo para coger higos y cardillos.

Fuente de los Tres Caños

                En 1952 se produjo un acontecimiento crucial en la historia de Mestanza. El 19 de mayo fue inaugurada la presa del Montoro por el jefe del Estado Francisco Franco. El diario Lanza señaló que “a su paso por Mestanza [el Caudillo] fue objeto de entusiastas muestras de adhesión por parte de todo el vecindario, que había levantado arcos en su honor y engalanado las fachadas de las casas del recorrido que había de realizar el Caudillo a través de la población”. Mi abuelo recordaba incluso algún espontáneo emocionado que se acercó al vehículo más de la cuenta, alarmando a la guardia mora que lo custodiaba. En 1963, por fin, llegó el agua corriente al pueblo. Desde entonces se produce el hecho (casi mágico) de abrir un grifo y ver fluir el agua a raudales. Ese mismo año se inauguró la famosa fuente de los Tres Caños, en los soportales del Ayuntamiento, y fue solemnemente bendecida. Más tarde llegarían las primeras lavadoras. Mi abuela nunca dejó de sorprenderse con este invento y siempre decía: “¡Que listo debía ser quien inventó la lavadora!”.

                Aunque las comodidades presentes pueden inducirnos a ello, no debemos olvidar nunca la enorme importancia de los pozos, las fuentes y los lavaderos. Durante generaciones, nuestros antepasados fueron allí a llenar sus cántaros de agua, el elemento esencial de la vida. De alguna manera, todos sus descendientes albergamos en nuestro interior algo de estos lugares.

Pantano del Montoro

Los datos han sido extraídos de los libros de Miguel Martín Gavillero: Manantiales, fuentes y pozos públicos en Mestanza; y de Rafael Muñoz Romero: Mestanza, entre la historia y la leyenda. Los datos relativos a la huerta de Viruta proceden del blog Dextrangis.

La Mesta

El escudo de Mestanza resume a la perfección la historia de nuestro pueblo. El mayor acierto de su diseño es poner juntos los símbolos de la Mesta (el carnero y la oveja) y de la Orden de Calatrava (la cruz de gules flordelisada). La Mesta es, junto con la Orden de Calatrava, el gran protagonista de estas tierras. Sin la trashumancia mesteña, la historia de Mestanza habría transcurrido en un aislamiento total. Pero la presencia periódica de los pastores del norte de Castilla trabó unos vínculos sólidos con el resto de la comunidad castellana. Tras la derrota de los musulmanes en la batalla de las Navas de Tolosa (1212), el Valle de Alcudia se convirtió en la gran dehesa de invernadero de la Orden. La comarca, que había sido escenario de sangrientos combates entre musulmanes y cristianos, pasó a ser un lugar tranquilo de ganados trashumantes.

La expansión de la ganadería ovina vino impulsada por dos hechos fundamentales acaecidos en la Edad Media. Por una parte, la fundación en 1273 por parte del rey Alfonso X el Sabio del Honrado Concejo de la Mesta, que concedía privilegios especiales a los ganados trashumantes. Por otra, la aparición, a finales del siglo XIII, de la oveja merina, como resultado del cruzamiento de ejemplares procedentes del norte de África con otros autóctonos. La lana de la oveja merina era muy superior al resto de lanas europeas, por lo que se convirtió desde entonces en la base de la economía de Castilla. La ganadería lanar trashumante progresó de forma espectacular durante las siguientes centurias, convirtiendo la industria textil en un negocio formidable. En el siglo XVIII la trashumancia alcanzó su culmen. Nunca fue tan numeroso el colectivo ganadero trashumante y jamás se exportó tanta lana merina.

Las cañadas fueron el auténtico fundamento infraestructural de la trashumancia castellana. Una reglamentación estricta aseguraba su buen funcionamiento. Su anchura máxima era de 90 varas castellanas (75 metros). También existía un profuso tejido de vías secundarias denominadas cordeles (37,5 metros), veredas (20 metros) y coladas (de anchura variable). El término de Mestanza estaba surcado por una intrincada red de vías pecuarias. Aún se conservan tramos de los viejos cordeles de la Sardina (31 km), de Pozo Medina (25 km), de la Dehesa Gamonita (7 km) o de la Laguna de la Alberquilla (5 km). También hay vestigios de la cañada del Terminillo (7 km) y de la vereda de la Antigua (12 km). Además de las vías pecuarias, existe un conjunto de elementos adicionales como los descansaderos de la Posadilla y del Charco de Botija, donde los reposaban los rebaños; los abrevaderos, donde los animales saciaban su sed; y los contaderos, donde la vía pecuaria se estrechaba y permitía contar el ganado.

La Mesta estaba formada por los llamados hermanos de la Mesta cuyos ganados formaban la cabaña real. Se celebraban dos juntas generales cada año: una durante el invierno en una localidad del sur (“los extremos”) y otra en otoño en algún lugar del norte (“la sierra”). Las decisiones se tomaban por votación y los cargos eran de carácter electivo. Al frente de la institución se hallaba el alcalde entregador mayor, cargo de designación real que era ocupado por nobles castellanos. En el segundo escalón estaban los alcaldes entregadores, que representaban al monarca e impartían justicia defendiendo los privilegios de la asociación. Un tercer escalón lo componían los alcaldes de cuadrilla que resolvían los pleitos de las diversas cabañas.

Los monarcas castellanos favorecieron decisivamente los intereses de la Mesta, concediéndole abundantes privilegios. No es de extrañar. En el Valle de Alcudia, las dehesas arrendadas eran propiedad de la Orden de Calatrava, que dependía a su vez de la Corona. Es decir, todas las rentas del arrendamiento iban a parar a las arcas del Estado. El procedimiento de arriendo se gestaba entre la Corona (a través de la Contaduría Mayor de las Órdenes Militares) y los ganaderos en base a un contrato denominado “Recudimiento”. Este documento regulaba la práctica totalidad de los aspectos de la trashumancia. Por otra parte, las Hacienda regia obtenía sustanciosos ingresos fiscales a través del servicio y montazgo que recaudaban los procuradores en los puertos reales.

El apoyo regio también respondía a consideraciones sociales y de política económica. En este sentido, el auge de la Mesta está ligado de manera inequívoca a la expansión del ganado ovino, y en particular de la oveja merina. De la exportación de lana merina dependían los ingresos de miles de ganaderos pequeños y medianos, y muy especialmente, los de buena parte de la oligarquía nobiliaria castellana e influyentes instituciones eclesiásticas. La lana merina era uno de los pocos renglones de la exportación que procuraba divisas en cantidad verdaderamente importante. Los privilegios de los ganaderos mesteños tenían una doble fuente institucional: unos eran concedidos por los reyes mediante disposiciones legales; otros eran acuerdos de los ganaderos en sus juntas anuales. Estos últimos adquirían automáticamente rango de ley en virtud del privilegio sin duda más trascendental de cuantos ostentó la Mesta, el otorgado por Alfonso X en 1273: mando que toda postura y toda avenencia que pusiereis en vuestras mestas, que vos entendieseis que son a mí servicio y a pro de todos vos, que valga.

La villa de Mestanza se opuso en varias ocasiones a los privilegios de la Mesta, pero perdió casi todos los pleitos que sostuvo, tanto en primera instancia como en el tribunal de apelación de la Chancillería de Granada. La llegada periódica de los ganados trashumantes de la Mesta –los llamados serranos– supuso con frecuencia la invasión de los pastos comunes y propios de la villa, lo cual restaba a los vecinos sus medios de subsistencia. El Concejo de Mestanza defendió con vehemencia sus intereses frente a los ganaderos mesteños, motivo por el cual fue encausada en múltiples ocasiones. En 1592, Mestanza fue denunciada por la Mesta ante un alcalde entregador por imponer una multa (“llevar penas y prendas”) a los ganados mesteños que invadieron las dehesas boyales de La Gamonita y La Dehesilla. La Villa replicó que tenía costumbre “desde tiempo inmemorial” de multar a los infractores con 2 reales de día y 4 de noche. La Mesta sostuvo que, conforme a los privilegios otorgados a su cabaña real, no se podían imponer esas penas, sino tan solo cobrar el daño causado en los pastos por los ganados infractores. Mestanza objetó que no entendía que a unos ganaderos se les pudiese imponer una multa y a los mesteños, por el mismo delito, solo se les cobrase, en caso de ser sorprendidos, el daño apreciado. La réplica de la villa concluía: “pues en lo susodicho no habían de ser los unos de mejor condición que los otros”. Finalmente, como era de esperar, Mestanza perdió el pleito-

En 1581, los caballeros de Mestanza prendaron diez machos cabríos a un hermano de la Mesta tras sorprender a su manada pastando en las dehesas comunales. La villa fue demandada por la Mesta y se defendió arguyendo que se trataba de un cabrero de la cercana comarca de Abenójar, es decir, que no era un trashumante del norte de Castilla (“que bajara de la sierra a los extremos”). El argumento de la demandada no fue acogido ni en primera instancia ni en la Chancillería. Ese mismo año, los guardias de Mestanza requisaron los rebaños de dos ganaderos andaluces. Tras la correspondiente denuncia de la Mesta, la villa alegó que eran ganaderos del reino de Jaén y Mestanza estaba en el reino de Toledo, es decir, que no iban “de sierras a extremos”. También perdieron la demanda. Tal era el poder de la Mesta.  

Con la guerra de la Independencia (1808-1814) comenzó la decadencia de la Mesta. El conflicto propició unas circunstancias favorables para la masiva extracción de España de ovejas merinas para aclimatarlas en otros países. Mediante el cruce con otras razas, varias naciones emprendieron una carrera en busca de lanas de mayor calidad. A partir de 1818 aparecieron los vellones de Sajonia y desde entonces, el precio de las lanas españolas en el mercado de Londres sufrió un brutal descenso. En 1836 se abolió la Mesta mediante una Real Orden. Desde esa fecha hasta la segunda mitad del siglo XX se produjo el ocaso de la trashumancia, al menos en su concepción tradicional. Hoy ya no es posible avistar a lo lejos, en el campo, grandes y espesas polvaredas como las formadas por aquellos ganados que la locura de Don Quijote confundió con los ejércitos del rey Pentapolín y el emperador Alifanfarón.

Crónica negra

Hace tan solo cien años, Mestanza era un lugar muy peligroso. Me refiero, lógicamente, para los estándares actuales. Para los criterios de entonces quizá se tratase de algo más normal. Lo cierto es que en el primer tercio del siglo XX se registraron en el pueblo nada menos que nueve intentos de asesinato, seis de ellos mortales. De suceder esto hoy día, Mestanza sería portada frecuente de los telediarios.

El asesinato de Heliodoro Peñasco fue el más famoso de todos. Heliodoro era natural de Aldea del Rey y fue secretario del Ayuntamiento de Mestanza entre 1891 y 1895. En nuestro pueblo conoció a Ramona Rodríguez Herráez, con la que contrajo matrimonio en 1896. Tras afiliarse al Partido Republicano Radical de Lerroux comenzó a combatir con dureza al caciquismo de la región, lo cual le granjeó numerosos enemigos. El 24 de marzo de 1913, varios disparos le derribaron del caballo a las afueras de Argamasilla. El cadáver presentó agujeros de bala en la cabeza y en la espalda. Tenía 43 años. Se acusó a un cacique de Argamasilla de instigar el crimen, pero finalmente solo se condenó el autor material de los hechos, un tal Cándido Pérez, alias Pernales. Mestanza le dedicó una plaza que aún lleva su nombre.

El 27 de julio de 1906 –día de San Pantaleón-, los hermanos Adán -Gumersindo y Conrado- subían por la calle del Cristo con varios lobeznos en el morral. Iban a casa de Maximino Urrutia, que pagaba un buen precio por cabeza. Al llegar a su puerta se toparon con su vecino Pedro Martín, conocido por el singular apodo de “el tío Caireles”. Se desconoce el origen de la discusión. Lo cierto es que Caireles apuñaló a uno de los hermanos. El otro acudió a socorrerle y también cayó acuchillado, no sin antes asestar a Caireles un navajazo mortal. Murieron los tres, dejando un río de sangre que corría calle abajo hacia la plaza. En sus actas de defunción figura como causa de la muerte un “golpe de mano airada”.

En septiembre de 1906 fue detenido Urbano Carrilero alias Matamoros. Se le acusaba de haber disparado a su vecino Segundo Hidalgo mientras paseaba junto a dos amigos por las afueras del pueblo. Por suerte la bala solo le atravesó una pierna.

En marzo de 1911 un pastor trashumante de Segovia mató a un compañero en la quinta del Hinojo. El móvil del crimen fue el robo de 600 pesetas que el finado había obtenido con la venta de dos yeguas. El cadáver nunca fue encontrado y el procesado negó en todo momento la autoría del crimen, alegando que su compañero había emigrado a Argentina. Esta coartada resultó extraña pues el difunto había dejado toda su ropa en el chozo. Parece que el asesino confesó su autoría en el lecho de muerte. Había transportado el cuerpo sobre en su burro y lo había sepultado en una pedriza cercana.

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En noviembre de 1913 dispararon al vecino Antonio Gómez. Las sospechas recayeron sobre dos forasteros que nunca fueron encontrados.

En enero de 1914 la Guardia Civil detuvo a Lorenzo Calero por el asesinato de su vecino Evaristo Ruiz. El robo fue el móvil del crimen. El cadáver estaba cosido a balazos. El periodista de El Pueblo Manchego afirmaba que “en el vecindario de Mestanza ha impresionado mucho el suceso”.

En noviembre de 1914 una partida de bandidos asaltó al administrador de la mina La Gitana y a su sirviente en el Puerto del Roble. Se llevaron 750 pesetas, un reloj y una pistola. Tras atarles a un árbol, los dejaron allí toda la noche. En pleno invierno. Un paisano los encontró a la mañana siguiente ateridos de frío. Esta historia es sorprendente, en cuanto que muestra la pervivencia del bandolerismo en nuestra comarca en una fecha tan tardía como 1914.

En agosto de 1920 fue detenido Simón Lara acusado de disparar a su vecina Críspula Bazote con su escopeta. Por fortuna no tenía muy buena puntería y solo logró herirla en la mano derecha.

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En mayo de 1921 un hombre de sesenta años llamado Eusebio Hernández asestó una puñalada en el corazón a su vecino Álvaro de León en el camino de Mestanza a Puertollano, concretamente en cuesta del Allozuelo. El finado era tío de mi abuela Alvarita, que fue bautizada así en recuerdo suyo.

En agosto de 1933 la Guardia Civil detuvo a Adolfo Ruiz alias El Borreguillo por el asesinato de un guarda de El Hoyo. La Benemérita fue muy elogiada por conseguir arrancarle una confesión al asesino.

Ya en la segunda mitad del siglo XX, fue famoso el conocido como Crimen del Suicida. En agosto de 1959 la Brigada de Investigación Criminal detuvo en Madrid a Juan Montalvo alias El Suicida. Se trataba de un hombre de 31 años natural de Cabezarrubias. Se le acusaba de haber matado a su mujer Encarnación y a su hijo en el arroyo del Rasillo. Así lo narraba el diario ABC:

“Atrajo a su esposa por medio de engaños al lugar en que se cometió el crimen e invitó a ésta para que le ayudase a poner en movimiento una motocicleta, en la que previamente había fingido una avería, con el fin de que la víctima se desprendiera del niño, que llevaba en brazos, y lo depositara, envuelto en una manta, al borde de la carretera. Instantes después Juan golpeó brutalmente a Encarnación hasta dejarla sin sentido. Luego la precipitó en una poceta y hundió su cabeza en el agua hasta ahogarla. Recogió el cuerpo del pequeño y lo depositó envuelto en la manta, a un metro de la boca de la poceta. Con todo ello, el criminal se proponía hacer creer que su esposa se había suicidado. No obstante, después de ir a la mina donde trabajaba y cambiarse allí de ropa, volvió al lugar del suceso y encontró que el niño se había salido de la manta en que estaba envuelto y también había perecido ahogado”.

Fuente

Los datos han sido extraídos en su totalidad del estudio Casos y cosas de Mestanza, de nuestro vecino Miguel Martín Gavillero.

La Gitana

A Soledad Azorit, bisnieta del descubridor del filón de La Gitana.

          Una mañana de 1867, un carromato destartalado apareció dando tumbos por el camino que descendía desde el puerto del Roble. Al llegar a una mina abandonada, aquella antigualla hizo un alto. De su interior emergió una familia de tez oscura y vestimentas de colores abigarrados. Cualquiera los hubiera tomado por zíngaros, pero no llevaban monos ni osos amaestrados. Tampoco trompetas ni platillos. Eran gitanos autóctonos. De Madrid para más señas. El patriarca se acercó a la mina y estuvo un buen rato indagando entre sus ruinas. Al regresar al carromato, asintió con la cabeza e hizo una mueca de aprobación. Antes de la puesta de sol ya estaba en Mestanza dispuesto a reclamar la explotación del yacimiento. Aquel gitano se llamaba Faustino Santa Romana. La mina que tanto le intrigó había sido excavada en balde por varios buscadores de tesoros. Los gitanos también fracasaron en su intento de hacerse ricos. Al cabo de un tiempo abandonaron la explotación, pero dejaron una huella imborrable en nuestro pueblo. Aquella mina pasó a ser conocida como La Gitana. Cuenta la tradición que antes de seguir su camino, los gitanos lanzaron una profecía: “El plomo de La Gitana ha de hacer millonarios algún día”.

          La profecía no tardó en cumplirse. En 1891 llegaron a Mestanza dos barreneros naturales de Baños de la Encina. Eran hermanos y se llamaban José María y Diego. Eran buenos mineros con el ojo adiestrado en el rastreo de filones. Al ver La Gitana no tuvieron dudas. Vendieron las pocas pertenencias que tenían –una casa, dos burros y dos mulos- y registraron la concesión con el nombre de La Lealtad. José María trajo a su mujer Carmen y Diego se casó con una mestanceña llamada Onofra Núñez Correal. Entreonofra nuñez correal los cuatro comenzaron a trabajar en la mina. Los hombres hacían el pozo y las mujeres tiraban de una garrucha para sacar las espuertas de tierra. Trabajaban descalzos pues no había botas que aguantaran más de dos días. Durante meses cavaron sin descanso. Todo indicaba que iban a fracasar igual que sus predecesores. Desesperados por el hambre y las deudas se dispusieron a abandonar la búsqueda. Pero la fortuna salió en su auxilio. La explosión de uno de sus últimos cartuchos de dinamita hizo aflorar un filón de una riqueza inimaginable. Aquel día, no solo su vida, sino la vida de Mestanza, dieron un vuelco extraordinario. Junto a un amigo llamado Juan Agudo constituyeron la sociedad Los tres amigos y a los pocos años vendieron la mina por una cantidad exorbitante. De la noche a la mañana, aquellos tres hombres pasaron de la miseria a la riqueza, tal y como habían predicho los gitanos.

          El nuevo dueño de La Gitana se llamaba Sebastián Izquierdo Martín. En 1896 comenzó la explotación a gran escala obteniendo 160 toneladas de galena. Numerosas concesiones cercanas se fueron añadiendo al grupo. En apenas un lustro la producción anual ya rozaba las 3.000 toneladas. El pozo maestro llegó a tener 9 plantas (225 metros de profundidad). Cuando se agotó el filón en 1913 se habían extraído 25.000 toneladas de las entrañas de aquellas minas. El increíble éxito del filón de La Gitana desencadenó la fiebre del plomo por todo el valle. Al albur de su leyenda se abrieron nuevos pozos por todas partes, en particular dentro de los grupos mineros situados al este del pueblo: Victoria Eugenia, Santa Bárbara, El Encinarejo, El Burcio… Hoy día aún podemos admirar las bellas construcciones de mampostería y ladrillo de estas dos últimas y, por supuesto, de La Gitana. En sus elegantes castilletes y esbeltas chimeneas anidan las cigüeñas. La luz del atardecer sobre estos viejos edificios es una de las imágenes más arrebatadoras que se pueden contemplar.

          Mestanza se convirtió en una fértil cuenca minera. La gran demanda de plomo motivada por la Primera Guerra Mundial trajo una prosperidad nunca vista en el pueblo. Una infinidad de recuas de mulos llevaban el mineral a Puertollano a través del puerto del Roble. La mayoría de los vecinos abandonaron las labores agrícolas y ganaderas para convertirse en picadores, barreneros o entibadores. La población comenzó a crecer. En 1930 nuestro municipio alcanzó los 5.050 habitantes, el pico poblacional más alto de su historia. Las enfermedades pulmonares también se dispararon. Mis dos bisabuelos paternos son un triste ejemplo de ello. Ambos murieron de la silicosis contraída en las minas de plomo: Félix Núñez falleció en 1926, con 42 años; Canuto Montero lo hizo en 1929, con 53 años.

          Un refrán dice que la fortuna es un montoncillo de arena… un viento la trae y otro se la lleva. Al comenzar los años 30 casi todos los filones estaban agotados. Parecía una riqueza que no se iba a acabar nunca, pero desapareció tan pronto como vino. Los mineros quisieron retornar al campo, pero no había trabajo para tanta gente. La población del municipio se había doblado en tan solo 30 años (de 2.829 habitantes en 1897 a 5.050 habitantes en 1930). La pobreza y el hambre se dispararon a tales niveles que el asunto llegó al Congreso de los Diputados en 1933. Allí se planteó el dilema clásico entre agricultura y ganadería. El terreno de Mestanza era riquísimo para pastos pero estéril para el cultivo. Este hecho condenaba a buena parte de la población a morir de hambre o a emigrar. Como resultado, en 1940 la población ya había descendido a 3.607 habitantes. Fue el comienzo de una caída demográfica que, salvo un leve repunte en los años 50, dura hasta la actualidad.

          En los años 60 se instaló al sur de la mina un nuevo lavadero de flotación para relavar las antiguas escombreras y sacar algo de galena. Algunos vecinos pagaban un arriendo al Estado y sacaban algo de plomo trabajando de sol a sol. En 1967 los trabajos en la mina se cerraron para siempre. Sus ruinas son los últimos fragmentos de un mundo desaparecido. La patina del tiempo ha convertido las cosas que un día fueron cotidianas en un tesoro arqueológico. Solo nos queda visitarlas de vez en cuando y recordar a aquellos hombres tenaces que fueron nuestros ancestros.

 

FOTOGRAFÍAS

La foto en b/n muestra a Onofra Núñez Correal. Su bisnieta Soledad Azorit la encontró hace algunos años olvidada en un viejo arcón. Se animó a contactar conmigo tras descubrir en este blog que nuestros bisabuelos compartían los mismos apellidos. Fue ella quien me relató la fabulosa historia del descubrimiento del filón de La Gitana.

Los pastores trashumantes

          La historia de Mestanza es, en gran medida, la historia de los miles de pastores trashumantes procedentes del norte de Castilla que vivieron y murieron en sus tierras. Eran segovianos, sorianos, leoneses, conquenses, burgaleses o alcarreños que llegaban ovejas2en otoño y regresaban a sus lugares de origen en primavera. Desde la fundación de la Mesta (1273) por el rey Alfonso X el Sabio hasta la segunda mitad del siglo XX, el Valle de Alcudia fue la mayor dehesa de invernadero de Castilla y se la conocía como el “criadero del reino”. La cabaña invernante llegó a alcanzar las 300.000 cabezas de ganado ovino. El ganado de un propietario particular era gobernado por un mayoral y se dividía en rebaños de unas 1.000 ovejas, atendidas por cinco pastores: un rabadán, jefe y responsable del rebaño ante el mayoral; un compañero o segundo, un sobrado o tercero, un ayudador o cuarto y, por último, un zagal, que cuidaba del hato de los pastores, de los perros y de las bestias de carga.

          Durante siete siglos, los grandes rebaños trashumantes acompañados de pastores, perros y recuas de yeguas o mulos hateros fueron la estampa secular de Castilla. Para Fray Luis de León, el oficio de pastor trashumante era “la mejor escuela de gobierno”. En esta tarea, los perros eran una ayuda inestimable. Además de los mastines guardianes, cada pastor tenía otro perro para carear el rebaño. Conducían a las ovejas, las hacían salvar una corriente, zanja o seto, las cerraban en un redil y evitaban su dispersión. Un sistema de silbidos y gestos de la mano bastaban para gestionar rebaños enormes. Las bestias de carga, por su parte, transportaban la ropa, la comida y un sinfín de utensilios -sacos, alforjas, sartenes, calderetas, mantas, pellejos curtidos, cuerdas y estacas del redil-. Por último, los pastores trashumantes solían llevar varias cabras, pues además de tirar del rebaño, daban leche y varios chivos para carne.

          Hasta mediados del siglo XX, en la indumentaria pastoril destacaba el coleto, que era un chaleco largo entallado en la cintura. La segunda prenda básica era la zamarra, hecha con piel de carnero y capaz de resistir el frío, la lluvia y la nieve. También eran característicos los zahones, que eran unas perneras de cuero que resguardaban la ropa. La protección de los pies era clave y para ello estaban las albarcas. Para cubrir la pierna hasta la rodilla se usaban polainas o leguis de cuero. Muchas de estas prendas (zahones, leguis, albarcas) se hacían con pieles de cabra u oveja mediante el estezado. En un tronco de alcornoque vaciado, se echaba la piel del animal y cascaras de encina. Luego se añadía agua y se dejaba una semana. Cuando se sacaba, se curtía frotando la piel una y otra vez. Si se deseaba una piel sin pelo, había que echarle ceniza antes de meterla en el tronco. Como complemento a la vestimenta, los pastores siempre llevaban una cayada y un zurrón donde guardaban la navaja y la honda.

          Si un animal representa la historia de Mestanza es, sin duda, la oveja. Su imagen resulta consustancial al paisaje de esta tierra. A mediados del siglo XVIII, las seis dehesas de nuestro territorio tenían capacidad para más 30.000 cabezas. Si lo comparamos con la presencia humana, la proporción es abrumadora. En el corazón de cada oveja late una tensión intrínseca entre la obediencia y el desorden. Por una parte, la oveja es el arquetipo de animal que siempre anda en rebaños; de hecho, la expresión “ser un borrego” es sinónimo de tener una obediencia ciega. Este rasgo llevó a Aristóteles a considerar a las ovejas “los animales más tontos del mundo”. Sin embargo, los antiguos pastores trashumantes sabían que cada oveja tenía su propia personalidad y temperamento. A los más curtidos no les hacía falta mirar la cara a una oveja. Solo con ver como andaba sabían cuál era. Incluso las diferenciaban de noche por sus balidos. El pastor también sabía lo que estaban haciendo las ovejas por el ruido de los cencerros. Si estaban comiendo el tintineo era constante. Cuando era más rápido es que había algún peligro. Si balaban dos, después diez y después todo el rebaño era señal de que habían encontrado comida en un buen pasto. Muchos pastores atribuían a las ovejas el don de la predicción meteorológica. Confiaban en su capacidad para barruntar el agua. Si por la mañana la oveja andaba un poco y luego se quedaba parada, eso era síntoma de que iba a llover ese día. Y si la oveja estaba metida en la red y se sacudía, agua más segura todavía.

          Las heridas y las enfermedades eran habituales en el rebaño. Lo más común eran las roturas de pata, que requerían un entablillado con cuatro palos y un trapo. Lo peor ovejas1eran las enfermedades. La modorra, causada por la presencia de larvas en el cerebro, era una de las peores. Los pastores contaban como “aparecía una nube en los ojos” y había que empajar. Se metía una paja por desde el hocico hasta el ojo y la nube salía sola. La roña o sarna era una afección cutánea contagiosa provocada por un ácaro, que excavaba túneles bajo la piel del animal produciendo hinchazón y un picor intenso. Si se vislumbraba un grano extraño en una oveja había que curarlo pues se corría el riesgo de que, en poco tiempo, se cayera la lana de todo el rebaño. La patera era una enfermedad de la pezuña que obligaba a recortársela y se atribuía a la excesiva humedad de las dehesas. La basquilla era una enfermedad infecciosa muy común que algunos pastores atribuían al mal sitio del pasto. Para evitarlo, era común referir aquel dicho de “pastor, suéltame por la solana y ciérrame por la umbría”. Parece que lo peor era el carbunco, pues podía transmitirse al hombre. Otro problema eran las serpientes. La picadura de una víbora podía incluso matar a una oveja. Hasta los perros las temían. En Mestanza era famoso un dicho que decía: “Si la víbora oyese y la alicántara viese, no habría hombre que al campo saliese”.

          Los ajustes entre el patrón y los pastores se hacían por San Miguel (29 de septiembre). Uno de los principales motivos de debate era la escusa, es decir, el número de ovejas propiedad del pastor que el amo permitía que fueran en el rebaño, apacentando en los mismos pastos sin pagar renta alguna. La marcha de los pastores hacia el Valle de Alcudia –ir cañada abajo- solía emprenderse en el mes de octubre, y suponía una triste efeméride en sus pueblos, donde dejaban a sus familias. Los rebaños avanzaban por las cañadas a razón de tres leguas diarias –entre 15 y 20 kilómetros-. Un pastor segoviano tardaba unas tres semanas en llegar a Mestanza. En el camino había mucha picaresca. Especialmente temido era el paso por Malagón, del que se decía que “en cada casa, un ladrón”. Los pastores relataban como, tras su paso por ese pueblo, siempre se perdían siete u ocho ovejas. Parece ser que los vecinos dejaban abiertas las puertas de las casas y, cuando los animales se asomaban a curiosear, los agarraban por una pata y los metían dentro.

          A primeros de noviembre, todos los rebaños estaban en las dehesas de nuestro territorio. Los pastos que tenían capacidad para alimentar a un millar de cabezas se denominaban “millares”, y aquellos que solo tenían pasto para quinientas ovejas recibían por nombre “quintos”. La primera misión del mayoral consistía en dividir elchozo rebaño en hatajos. La siguiente operación era acondicionar las majadas que acogían a los pastores y sus rebaños. En particular, era muy importante reparar los chozos donde vivirían los pastores. Eran de planta cilíndrica. Algunos estaban levantados íntegramente con retama o paja, mientras que otros contaban con una base de mampostería. En ambos casos, el techo era cónico, de retama y estiércol. La lumbre se situaba en el centro. Siempre estaban llenos de hollín. De vez en cuando saltaba una pavesa del fuego y prendía toda la cubierta. Sobre el chozo anidaban las cigüeñas con frecuencia. En las inmediaciones se construía el burrero, totalmente de ramaje, para los animales de tiro y los diversos útiles de los pastores.

          Al caer la noche llegaba la hora de los lobos. Aunque los chozos tenían capacidad para cinco o seis pastores, solo dormían allí el mayoral y el zagal. El resto de los pastores carlancase marchaba junto a la red para defender al rebaño. Muchos construían un chozo transportable, a modo de parihuela, para poder dormir algo. Cada red tenía dos perros. Uno se ataba junto a la red y otro se dejaba suelto. Se hacía así para evitar que ambos perros salieran corriendo tras la manada mientras el resto hacía la lobada. Para protegerse de las dentelladas, los mastines llevaban carlancas con grandes pinchos en el cuello. La red donde se guardaban las ovejas era bastante frágil. Estaba hecha de esparto y con cuatro estacas clavadas en el suelo. Era habitual que, con los aullidos y ladridos, las ovejas derribaran la red y se perdieran por los montes.

          Nada más llegar al Valle de Alcudia, empezaba la paridera. Duraba dos meses (noviembre y diciembre) y era la época de mayor trabajo. Además, coincidía con la montanera, con las ovejas corriendo por todas partes en busca de bellotas. Lo más importante era saber ahijar, es decir, poner a cada borrego con su madre. Si alguno nacía muerto, se le desollaba y se ponía su piel encima de otro cordero, para que la oveja parida creyera que era el suyo y lo criara. También era importante separar a las ovejas por hatajos. Los carneros iban en un hatajo aparte, pues no se podían juntar con las ovejas hasta mediados de junio para asegurar las fechas de la paridera. Luego estaba el hatajo de las “ovejas tempranas” (las que habían parido); después el hatajo de las “ovejas tardías” (las que estaban preñadas). Por lo general se dejaba el mejor pasto para las ovejas paridas y el peor para las ovejas horras. Por último, había un hatajo pequeño donde se metía a las madres que no querían criar a su cordero, para lo cual se ataba juntos a ambos.

          Durante los meses de la paridera, había que levantarse temprano y desayunar una gran sartén de migas para aguantar todo el día sin comer, excepto algún mendrugo y algo de tocino o salado. Al llegar la primavera, con más tiempo libre, los pastores hacían mucho cocido. En raras ocasiones cambiaban de comida. En Nochebuena se permitían una botella de anís, algunos higos y un poco de turrón. En Carnaval podían incluso hacer caldereta con alguna oveja machorra. En ocasiones cazaban alguna liebre. Si una oveja estaba comiendo y, de repente, se paraba y retrocedía, solía haber alguna escondida. El pastor debía acercarse con sigilo y acertar a la liebre con la garrota.

          Con la llegada de la primavera volvía la tranquilidad. Las ovejas estaban ahítas con la abundante hierba y apenas daban quehacer. Los pastores aprovechaban para tallar bellas piezas con sus navajas y para tocar viejas melodías. La música pastoril se basaba en instrumentos aerófonos. Sonaban las zambombas, hechas con barriles y la piel de un desdichado gato. También las hueseras, confeccionadas con huesos de caña de cordero lechal, que se rasgaban con una castañuela. A falta de buenos instrumentos, bastaba con los útiles de cocina. Un caldero, unas tijeras de esquilar o los mismos cencerros sonaron por nuestros campos en los suaves atardeceres de primavera.

          Durante los meses de trashumancia, los pastores tenían poco trato con la gente de Mestanza. Llevaban vida aparte. Algunos se acercaban para comprar pan. Llenaban sus costales con docenas de hogazas para aguantar una larga temporada. No obstante, lo habitual era que los hateros del pueblo les llevasen los víveres. A mediados de mayo los serranos regresaban a sus hogares en el norte de Castilla. Habían pasado siete meses alejados de sus familias. Nuestros antepasados les despedían hasta el invierno próximo: “A tu tierra, serrano, que canta el cuco. No esperes a que cante el abejaruco”.

 

FOTOGRAFÍAS

La mayoría de las fotos pertenecen a las Jornadas de la Trashumancia que se celebraron en Mestanza en mayo de 2018.

Fotografía 1. Zahones pertenecientes a la familia Benito-Navarro. San Lorenzo de Calatrava. 1930.

Fotografía 2. Marcadores para ovejas. Familia Fernández-Juárez. Mestanza. 1960.

Fotografía 3. Honda. Juan Fernández Mora. Mestanza. 1950.

Fotografía 4. Albarcas. Museo Jacinto y Juana. Brazatortas. 1900.

Fotografía 5. Estezadera. Familia Benito-Navarro. san Lorenzo de Calatrava. 1920.

Fotografía 6. Carlancas. Familia Molina-Plaza. alcolea de Calatrava. 1930.

 

Caminos y senderos

          Mientras escribo estas líneas, tengo delante dos mapas de Mestanza. El primero es una vieja litografía del año 1890 que conseguí en la Biblioteca Nacional de Madrid. El segundo es un plano militar del año 1994. Un siglo separa a ambos. Me he pasado horas comparándolos y lo más sorprendente es la desaparición de la mayoría de los caminos y senderos. En 1890 todo el término de Mestanza se hallaba surcado por una densa red de caminos carreteros, senderos, atajos, cañadas de pastores y veredas. Nuestros antepasados se movieron por ellos durante siglos y, de repente, se esfumaron en el tránsito de unos pocos años. ¿Quién los creó? ¿Por qué existían? Los caminos nacen y evolucionan constantemente para servir a las necesidades de sus usuarios. En muchas ocasiones era el ganado -vacas, ovejas- quien encontraba los pasos más bajos a través de las sierras y los vados menos profundos para cruzar los ríos. Con el paso de los años, los sucesivos caminantes recortaron curvas innecesarias y eliminaron obstáculos, mejorando el camino con cada viaje.

          Solo se aprecia el valor de un camino cuando imaginas lo que supondría atravesar un paraje agreste sin su ayuda. En 1950, mi abuela Alvarita (era la hermana pequeña y siempre la llamaron por su diminutivo) y su sobrina Antonia fueron caminando descalzas desde Mestanza hasta Villanueva de San Carlos. Cumplían una promesa por laFB_IMG_1587064520795 milagrosa curación de su hijo -mi padre-, que había caído enfermo de fiebres tifoideas (o al menos eso decían). Una gran parte de este “milagro” se debió a la adquisición de 5 gramos de penicilina en el mercado de estraperlo a razón de 100 pesetas por gramo. Un precio nada despreciable para la época. Pese a todo, mi abuela atribuyó la curación a una causa divina y, en agradecimiento, se echó a andar al monte con su sobrina. Recorrieron unos 12 kilómetros a través de la sierra de la Alberquilla y llegaron sin problemas a la iglesia de San Antonio de Padua. Quien tenga ánimo que pruebe a hacerlo hoy día. El camino de Villanueva de San Carlos ha desaparecido totalmente. La maleza ha borrado su rastro y casi su recuerdo. Claro que ya, a nadie se le ocurre ir caminando desde Mestanza hasta Villanueva de San Carlos. Y ahí reside la clave del asunto. Los caminos se han perdido por la falta de uso. Ya no son necesarios.

          Los caminos no representaban únicamente un medio de viajar, sino que constituían las venas y arterias de la cultura de nuestros antepasados. El mejor ejemplo es la vereda de la Antigua, que conducía a la ermita medieval. Su existencia se debía vereda antiguaexclusivamente a la devoción por la virgen. Su trazado se conserva idéntico a como era en el pasado, pero por desgracia se interrumpe a la altura del Zote (804 m). La clave de su pervivencia es que se sigue utilizando para la romería a la ermita de Hato Castillo. Otra ruta que conserva su carácter primitivo es el camino de Fuencaliente. Nace en el Pilar de los Huertos y, desafortunadamente, se corta a la altura de las Piedras del Hituero. La construcción del embalse del Montoro inundó el viejo camino que sirvió a las tropas del brigadier Copons para huir del ejército de Napoleón. En su diario de operaciones, el brigadier recordaba siete leguas de un camino terrible, “atravesando un país montaraz, andando por sendas, teniendo que pasar continuamente arroyos crecidos y altas montañas”. Las aguas del embalse sumergieron también cinco antiguos molinos de agua que existían desde la Edad Media (el molino de las Ánimas en el río Tablillas; y los molinos de Canuto Fernández, del Sordo, de la Junta y del Médico, en el río Montoro). Hoy día, tan solo el molino de Flor de Ribera sigue en pie.

          Los caminos, unas veces polvorientos y otras encharcados, se asocian a la historia de los pueblos y de sus gentes. Cuando era niño, mientras el coche serpenteaba por el camino de Puertollano (sobre el cual se construyó la carretera), mi abuelo solía describirme acontecimientos que se habían producido en un determinado lugar. “En este rincón recogíamos leña. En aquella pedriza se dice que había un tesoro oculto. Por este sendero huyó un bandido conocido como El Castor”. Y así una y otra vez. Cada parte del camino tenía una historia que te unía a él. Cada recodo albergaba un recuerdo que le daba un significado especial.

          El camino del Hoyo no pasaba por Mestanza, sino que venía desde Puertollano a través del puerto del Roble. Desde el cementerio de Mestanza partía el camino de San Lorenzo de Calatrava. Ambas rutas se cruzaban a la altura de la Casa de la Encomienda yBurcio 1 seguían caminos divergentes. Por tanto, la actual carretera del Hoyo es, con menos curvas, una combinación del camino de San Lorenzo -hasta la Casa de la Encomienda- y del camino de Puertollano al Hoyo -a partir de ese punto-. El camino del Hoyo y el puerto del Roble tuvieron una importancia crucial a finales del siglo XIX, pues servían de ruta para el transporte del plomo obtenido en las minas de la Gitana, Encinarejo, Burcio, Guerra y la Nava de Riofrío. En una fecha tan tardía como 1914, todavía existían bandidos en estas sierras. En noviembre, unos bandoleros asaltaron al administrador de la mina La Gitana y a su sirviente en el puerto del Roble. Les robaron 750 pesetas, un reloj y una pistola. Después, tras atarles a un árbol, los dejaron toda la noche al raso.

          Los caminos sufrieron su primer golpe con la llegada del ferrocarril y el segundo con la aparición del telégrafo. La doble función de los caminos (transportar mercancías y puente_soldado_1_copiatransmitir información) quedó muy mermada: muchos productos pasaron a llevarse en vagones de tren y la información pasó a transmitirse a través de cables, por donde podía viajar mucho más rápido. Hay que decir que los comienzos del ferrocarril en el Valle de Alcudia fueron trágicos. El 27 de abril de 1884 se hundió el puente sobre el río Alcudia provocando el descarrilamiento de un tren cargado de soldados. Hubo 59 muertos, la mayoría ahogados. Un vecino de Almadén, llamado Eduardo Hervás se sumergió más de cien veces en el río y extrajo 52 cadáveres del interior de los vagones. Los fallecidos fueron sepultados en las cercanías del puente. Una cruz de piedra aún recuerda aquel trágico suceso.

          Por lo que respecta al telégrafo, en el año 1850 se instaló en Cabezarrubias una torre telegráfica correspondiente a la línea Madrid-Cádiz. Fue un acontecimiento trascendental. La vereda donde comenzaba el camino de Cabezarrubias pasó a conocerse como “vereda del telégrafo”. A finales del siglo XIX, mi tatarabuelo Francisco Núñez le dio el estatus de “calle” a este sendero. Al principio solo existía la vereda que conducía al telégrafo desde el Calvario, pero la decisión de Francisco de construir una casa frente a la de Cristóbal Pellitero dejando la vereda en medio, le otorgó rango de vía.

          Los caminos tuvieron una importancia crucial en la historia de nuestro pueblo y en la vida de nuestros antepasados. No es casualidad que el término “camino” sea usado con frecuencia para describir nuestro propio devenir. Hablamos de “elegir nuestro camino”, de “encrucijadas vitales”, de “trayectorias profesionales”. Quienes llevamos algo de vida a cuestas sabemos que el camino te va cambiando y que, en muchos aspectos, ya no eres la misma persona que lo empezó. Así lo supo ver nuestro poeta Antonio Machado cuando dijo aquello de “Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”.

(*) La fotografía de la chimenea corresponde a la mina del Burcio.