El abate Breuil

Si yo fuera el alcalde de Mestanza, mi primera medida sería poner a una plaza el nombre del abate Henri Breuil. Y en el centro de la plaza erigiría una estatua de bronce con el busto de aquel hombre peculiar de nariz prominente y enorme cabeza apepinada que solía proteger con una gorra rellena de papeles de periódico. El abate quizá sea el extranjero más ilustre que ha visitado Mestanza. Aunque era sacerdote, no tuvo parroquia, nunca ofició bodas, bautizos o funerales y jamás trató de convertir a nadie. Su verdadera vocación era el estudio del arte prehistórico y a esa misión consagró su vida, dedicándole toda su fuerza y su inteligencia. Tal era su erudición que lo apodaron “el Papa de la Prehistoria”.

breuil1En la primavera de 1912 viajó al Valle de Alcudia acompañado de otros dos investigadores, el alemán Hugo Obermaier y el francés Paul Wernert. La expedición contaba con el patrocinio del príncipe Alberto I de Mónaco (el tatarabuelo del actual príncipe Alberto II), que poco antes había fundado en París el Instituto de Paleontología Humana bajo la dirección del propio Breuil. En Fuencaliente contrataron los servicios del guía Tomás Pareja y se adentraron a caballo en las profundidades de Sierra Morena para descubrir y estudiar pinturas rupestres prehistóricas. En el término de Mestanza catalogó numerosas pinturas en covachas y abrigos al aire libre, algunas de las cuales podían tener una antigüedad de casi 5.000 años. Eran imágenes de un color rojizo obtenido del óxido de hierro. Muchas eran simples geometrías pero destacaban las figuras humanas de carácter esquemático que denotaban un profundo nivel de abstracción. No cabe duda de que aquellos pintores podrían haber realizado retratos realistas de sus semejantes, lo cual habría sido una suerte para nosotros, pero es evidente que no estaban interesados en ello.

rupestresHoy en día, aún se conservan unas grandes figuras humanas en el abrigo de La Tabernera, un centenar de intrincadas geometrías en la pared del Collado del Pajonar, varios ídolos triangulares en las covachas de los Callejones de Riofrío y pequeñas figuras antropomorfas tanto en el abrigo del Chorrillo como en la pared de los Callejones de la Cepera. Breuil ilustró sus descubrimientos mediante copias. En aquellos tiempos, antes de que la fotografía se convirtiera en una técnica habitual y asequible, éste era el único medio de que los eruditos y el público general pudieran ver cómo eran las pinturas. Las cámaras de entonces eran unos armatostes aparatosos y además, una fotografía no podía captar formas que la luz solar dejaba borrosas o que se perdían en la superficie irregular de la roca. Breuil realizaba sus calcos colocando papel translucido directamente sobre la pared, una técnica que horrorizaría a cualquier científico actual, que jamás osaría tocar una pintura rupestre. No es casual que sus dibujos fascinaran a artistas de la talla de Picasso. Cada dibujo era mucho más que una copia: era un acto de inmersión en los procesos creativos de unos hombres que vivieron hace miles de años.

Estos exploradores recorrieron nuestras serranías equipados con sus chaquetas, botas, polainas de escaladores, sombreros, mochilas, cantimploras, con sus caravanas de mulos cargados de latas de conservas, cámaras y material fotográfico. Accedieron a cuevas y abrigos rocosos de difícil acceso, y dedicaron meses enteros a un trabajo que les proporcionaría una profunda satisfacción estética, pero poco beneficio económico y ninguna gloria. Al caer la noche acampaban con sus tiendas de lona y sus lámparas de queroseno, como en los grabados de las novelas de Julio Verne. En su diario de viaje, Breuil recuerda las noches de tormenta con el viento y el aguacero sacudiendo la tienda, el temor a los bandidos que merodeaban por aquellos parajes y el lúgubre aullido de los lobos. Me los imagino a la luz de una hoguera, fumando en pipas novelescas y evocando las siluetas que unos hombres remotos dibujaron en las rocas varios miles de años atrás.

 

(Publicado en el Catálogo de Fiestas de 2016)

 

 

Segundo Mozos en el desierto del Rif

No era un intelectual prominente ni un portento físico, pero era un hombre valiente. Conservo una foto suya que tengo delante mientras le pego a la tecla. Fue tomada en Melilla en el verano de 1940, poco antes de ser internado en el campo de prisioneros de Ibarudien. La imagen es un poco borrosa por el paso de los años, pero muestra a un soldado uniformado con el pelo rapado y la mirada atenta. Bajo la guerrera se adivina un hombre pequeño y delgado. La foto está grapada a una ficha que reza: “Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores número 24”.

No sé si es posible un paraíso terrenal, pero un infierno en la tierra sí es factible. A lo largo de la historia el hombre ha creado unos cuantos con inventiva y eficacia. El campamento Ibarudien, perdido en medio del desierto africano del Rif, era uno de ellos. Rodeado de alambradas por los cuatro costados, el campamento tenía unas cincuenta tiendas de campaña alineadas en dos calles y varios barracones con techumbres metálicas. Allí fueron a parar un puñado de prisioneros de guerra de Mestanza con la misión de completar a pico y pala la construcción de varias pistas. Durante meses sufrieron todo tipo de enfermedades, desde el tifus hasta la disentería, padecieron el hambre y la sed, y sufrieron vejaciones y brutales palizas por las causas más nimias. En aquellas condiciones atroces de vida, no pasaba una semana sin que varios compañeros dejaran la piel que habían salvado de tres años de guerra.

20161127_104515-1Los días se sucedían, lentos y penosos, como un desfile de camellos. Con los primeros rayos, los soldados partían en columnas hacia el tajo. Iban arrastrando sus roídas alpargatas en una larga caminata a través de un paisaje polvoriento, apenas alterado por unos pocos matorrales resecos y algunas chumberas. Y durante todo el día, derretidos bajo la solana, cavaban aquella tierra roja bajo la férrea vigilancia de los escoltas. Al atardecer, regresaban al campamento y dedicaban las últimas horas a despiojar sus ropas harapientas. Tras la puesta de sol, nadie podía abandonar la tienda bajo ningún concepto, ni siquiera para hacer sus necesidades. Al que se atreviera a contravenir la prohibición, le aguardaba una ejecución sumarísima. Todos los hombres sabían que no era un farol. Más de un incrédulo había amanecido con un tiro en la nuca.

La luna llena se filtraba por la tela de la tienda de campaña como vapor hirviendo. No soplaba ni una gota de aire. Nuestro hombre observó a sus paisanos sedientos y a los enfermos trémulos de fiebre. El calor sofocante les quemaba la piel. Sin pensárselo dos veces, saltó de su catre y se deslizó fuera de la tienda. Cruzó el campamento. Nada se movía, excepto las sombras grises de los centinelas. Tumbado boca arriba, metió los pies en la alambrada y se arrastró sobre sus codos hasta superar las tres hileras de alambre. Al salir del campamento, se alejó agachado, casi a rastras, hasta llegar a una vacada. Cogió un par de cubos y ordeñó varias vacas hasta que la leche, blanca como la luna, rebosó por los bordes. Aquella noche y otras muchas, algunos saciaron su sed y otros salvaron la vida.

En aquel lugar hostil donde, inevitablemente, el egoísmo y el mirar cada uno por sí eran obligados, un hombre sólo, sin otras armas que la astucia y el valor, demostró que en el ser humano hay más cosas dignas de admiración que de desprecio. Alguien dijo que la vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Estos días se cumplen 75 años de aquellos hechos. Pueden ir al cementerio del pueblo y rendirle un callado homenaje. Se llamaba Segundo Mozos Muñoz.

 

(Publicado en el Catálogo de Fiestas de 2015)

La Guerra de la Independencia

 

En el invierno de 1809, toda España estaba en pie de guerra contra el invasor francés. Las tropas napoleónicas habían ocupado la mitad norte de la Península y, tras la toma de Madrid, avanzaban hacia el sur. De la noche a la mañana un pequeño pueblo situado en el Valle de Alcudia, salió del anonimato para convertirse en un eje esencial de resistencia al invasor. Ese pueblo se llamaba Mestanza.

En noviembre, las tropas españolas sufrieron una estrepitosa derrota en la batalla de Ocaña y 12.000 soldados franceses al mando del general Víctor arrollaron al Ejército del Centro y arrinconaron a la Primera División comandada por el brigadier don Francisco Copons en las estribaciones de Sierra Morena. La División estaba compuesta por 4 batallones que tras la derrota de Ocaña habían quedado reducidos a 3.163 hombres. El brigadier Copons envió 2 batallones a San Lorenzo de Calatrava y se quedó con los otros 2 (el de Murcia y el de la Reina) en Mestanza, donde estableció el cuartel general junto a su plana mayor.

Durante varios meses Mestanza se convirtió en la capital de la resistencia. En el diario de operaciones se definió como principal objetivo “impedir al ejército victorioso la invasión de las Andalucías, conquista de la mayor importancia no sólo por la fertilidad del país, sino por ser el lugar donde residía el Gobierno Supremo, de donde dimanaban todas las órdenes y providencias” y sobre todo para evitar la desmoralización que supondría una derrota “no sólo en el resto de la Península, sino también en toda la Europa y en las Américas”.

guerra-independenciaPese a que “los pueblos al frente de Mestanza a distancia de 3 o 4 leguas estaban cubiertos de gruesos de caballería francesa”, las tropas españolas pasaron a atacar al enemigo. Cada día, varios destacamentos partían hacia territorio ocupado para hostigarlo, “le incomodaban, dificultaban sus comunicaciones y le obligaban a vivaquear sus cuerpos de flanco”. Entre otras hazañas, el 17 de enero de 1810 sorprendieron en Almodóvar a 80 artilleros franceses a caballo y, tras matar a un buen número de ellos, regresaron al pueblo con decenas de prisioneros.

Los franceses, ante el cariz que tomaron los acontecimientos, decidieron rodear Mestanza por todos los flancos. El día 20 de enero “los enemigos habían forzado y penetrado el Puerto del Rey” de forma que “al ser Mestanza el punto más saliente de la sierra y ocupado el Valle de Alcudia por una división francesa, se hallaba desbordada por derecha e izquierda, y sin más retirada que unos senderos intransitables, y aún era muy de temer que los enemigos ocupasen el lugar del Hoyo”.

A fin de evitar un cerco, las tropas españolas salieron de Mestanza esa misma noche y comenzaron una penosa retirada hacia Andalucía. El diario de operaciones es explícito: “En esta marcha de 7 leguas, sufrió la tropa las incomodidades que se pueden reunir, casi desnudas, descalzas, y sin cesar de nevar, atravesando un país montaraz andando por sendas, teniendo que pasar continuamente arroyos crecidos y altas montañas”. En la primera jornada cubrieron un trayecto de 3 leguas hasta Solana del Pino y otras 4 leguas más hasta Fuencaliente. Desde allí prosiguieron su marcha durante 20 días hasta llegar a Lepe, donde embarcaron hacia Cádiz.

El genio militar del brigadier Copons logró que su División se salvase sin sufrir ni una sola pérdida. Una vez llegados a la plaza gaditana, reunió a sus tropas y les dirigió la siguiente arenga:

“Soldados: no tuve la suerte de que los puntos de San Lorenzo y Mestanza que defendíamos fueran atacados, porque estoy cierto que con el valor y obediencia que reunís, hubieran sido rechazados los enemigos”.

 

(Publicado en el Catálogo de Fiestas de 2014)

El Libro de la Montería

          El Libro de la Montería es una obra escrita en el siglo XIV por encargo del rey Alfonso XI (1311-1350). Consta de 3 libros y 39 grabados, donde se describen con gran detalle los bosques y montes de España, y su abundancia de animales idóneos para la caza o montería, que era el principal pasatiempo de la nobleza.

          En aquella época, al igual que hoy en día, el término de Mestanza era un lugar inmejorable para la actividad cinegética. A lo largo de las sierras que van desde la Hoz del Fresneda hasta el Puerto de Mestanza se podían cazar osos y jabalíes. En el Libro de la Montería se citan: la sierra de la Gallega, la laguna de la Alberquilla, la Hoz del Fresneda y los puertos del Burcio, del Roble y de Frey Domingo. Resulta sorprendente observar como después de 700 años la toponimia no ha variado. Estos nombres nos resultan hoy tan familiares como lo eran para los mestanceños de entonces:

La Sierra de la Gallega es buen monte del oso y del puerco en invierno y [también] en el comienzo del verano. Las vocerías son: una por el camino que va a Andújar (…) sobre la Hoz del [río] Fresneda. [Es importante] que estén renovados los perros en el Puerto de Frey Domingo. La otra desde [este] Puerto por [la] cima de la sierra hasta el Puerto del Burcio.

La Sierra de la Alberquilla es buen monte del oso y del puerco en invierno y [también] en el comienzo del verano. Las vocerías son: una desde el Puerto del Burcio por [la] cima de la sierra hasta el Puerto de la Alberquilla. [La otra] por el Campo de Alcudia hasta la huerta de la Alberquilla. La primera vez que corrimos este monte, matamos un oso de los [más] grandes que matamos hasta ese día.

La Sierra de Garci Costiella es buen monte del oso y del puerco en invierno y [también] en el comienzo del verano. Las vocerías son: una desde el Puerto de Quebranta Tinajas por [la] cumbre de la sierra hasta la peña del Puerto del Roble. La otra desde las huertas por la senda de Garci Costiella.

          La caza se realizaba entre febrero y mayo. Mientras un grupo comenzaba la batida (las vocerías), el otro cercaba a los osos y jabalíes, con ayuda de los perros, dejándolos a libro monteriatiro de arco o de ballesta. La palabra “vocería” hacía referencia a los gritos o voces que daban los cazadores. No es casual que esta sierra fuera conocida hasta hace poco como Sierra de las Bataolas, tal y como indican las Relaciones del Cardenal Lorenzana. El término “bataola” significa bulla o ruido grande. Los instrumentos musicales utilizados por los cazadores medievales, tales como tambores, cuernos o bocinas, dieron nombre a los puertos de montaña cercanos. Aún perviven los puertos del Tamboril y del Burcio (derivado del latín bucina) que recuerdan aquellas palabras del Libro de la Montería: “Y todos los monteros para saber tañer muy bien la bocina, deben usarla con aquellos que la supieren tañer muy bien”. El oficio de la montería no solo nos ha legado una toponimia que pervive después de más de siete siglos. También nos ha dejado el apellido “Montero”, muy común en Mestanza. Mi bisabuelo Canuto Montero descendería de uno de aquellos hombres que buscaban y perseguían osos y jabalíes por la Sierra de la Alberquilla.

          En apenas 200 años, la presión humana acabó con las colonias de osos en nuestras sierras. La importancia del Valle de Alcudia como invernadero de los ganados trashumantes de la Mesta y la necesidad de tierras de labor para una población en crecimiento eran incompatibles con la presencia de estos plantígrados. Las Ordenanzas de Mestanza de 1530 no dicen nada acerca de la presencia de osos, lo cual es bastante revelador.

          Cuando pienso en la caza del oso, me viene a la memoria nuestro vecino Alejandro. Había sido pastor en las sierras de Cantabria y siempre contaba cómo, una mañana, al salir de su chozo, se encontró́ frente a un enorme oso pardo. Se quedó́ totalmente paralizado. El oso, al observar aquella presencia extraña, se irguió́ sobre las dos patas traseras y rugió́ de una forma terrible. Alejandro nunca supo cuánto tiempo permaneció́ allí́, de pie, inmovilizado por el terror. Por suerte para él, el animal se dio media vuelta y dejó el campo libre. A nuestro paisano, que jamás había visto una fiera tan colosal, probablemente le hubiera sorprendido saber que en su pueblo, cuatro siglos antes, osos como aquel vagaban libremente por la sierra.

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(Publicado parcialmente en el Catálogo de Fiestas de 2012)

 

Tarantulismo

      Hace unos días cayó en mis manos un curioso artículo escrito a mediados del siglo XIX titulado: “Sobre el tarantulismo”. La reseña en cuestión fue publicada el 12 de marzo de 1843 en un boletín oficial de medicina[1] por el doctor Carlos Mestre y Marzal, que fue médico-director de los Baños Minerales de Puertollano. En este artículo se define el tarantulismo como “una herida envenenada producida por el veneno deprimente de la tarántula, que altera la sangre apagando su vitalidad y dando origen a una neurosis especial más o menos intensa”, añadiendo que si la persona era picada en “el acto del coito o durante la canícula[2]”, se acentuaban en extremo los síntomas de debilidad. A lo largo de su exposición, el doctor Mestre argumenta científicamente la veracidad de todas las supersticiones y fantasías populares que circularon por Europa desde la Edad Media en torno a la fama de la tarántula como animal peligrosísimo. Todavía faltaban algunos años para que la ciencia demostrase que esta fama no tiene ningún fundamento de peso sobre el que sostenerse.

      En el Diccionario de Pascual Madoz (1848)[3] se describe a Mestanza como una villa en la cual son “muy frecuentes las picaduras de tarántula”. Según la creencia popular, al principio las personas apenas sentían dolor, pero conforme pasaban las horas sentían un malestar creciente que se iba agravando para derivar en insomnio, depresiones melancólicas, llanto, náuseas, asfixia, alucinaciones y convulsiones, pudiendo llegar a la muerte si no eran atendidos con prontitud. Para su curación estaban recomendados desde antiguo varios remedios tales como el cauterio[4] de la parte infectada, el vino de romero, la triaca[5], el hisopo[6], el toronjil[7] y el bol arménico[8]. El doctor Mestre, no obstante, rechaza de plano todos estos remedios ya que “en ninguno de ellos encuentra el paciente alivio alguno, siendo por el contrario su uso suficiente para agravarse”. Y añade: “El único medio pues a que tenemos siempre que recurrir y que (tan) buenos resultados produce es la música llamada tarantela, sin que ninguna otra clase de música aproveche para el caso de que nos ocupamos”.

     tarantella-edad-media La tarantela o danza de la tarántula era un baile de música muy rápida y de movimientos frenéticos que hacían sudar profusamente al paciente. Este baile se podía prolongar durante varios días, con descansos regulares de tres o cuatro horas, tras lo cual el paciente caía rendido en un profundo sueño del que despertaba curado. Según el doctor Mestre, se “empieza a bailar al compás de la tarantela más o menos aprisa, según la velocidad mayor o menor del que toca. Durante este violento ejercicio, el enfermo se encuentra combatido de dos afectos distintos: su cara se anima, sus ojos están brillantes, su pulso se desarrolla, su respiración es grande, algunas veces manifiesta una ligera sonrisa y denota en su fisonomía el placer que le causa ese estado; y en medio de esto se le oye suspirar de cuando en cuando, y no pocas veces derramar lágrimas mezclando así su placer con tristeza. Si por acaso el músico pierde el compás, o muda de son, el enfermo instantáneamente cae al suelo cubierto  más o menos de sudor”. En ocasiones, el enfermo que había sido curado, recaía de nuevo al volver la estación del año en que había sido picado. Incluso, añade el doctor Mestre, “a veces, al año o a los dos años de haber sido picado por la tarántula un sujeto, éste se lanza al baile en cualquier parte que se halle en cuanto oye la tarantela”.

      El doctor Mestre finaliza su exposición narrando tres historias acaecidas en Mestanza con las cuales pretende avalar su teoría, indicando que: “para convencer a los incrédulos, no puedo menos de transcribir a continuación las tres historias siguientes observadas por mi señor padre”. Me he permitido encabezar cada una de ellas con los siguientes títulos: Ocho embarazos bailando la tarantela, Al borde del sepulcro y Una noche de boda tarantulada.

 

OCHO EMBARAZOS BAILANDO LA TARANTELA

“Jerónima Rincón, alias la Celemina, natural de Mestanza, provincia de Ciudad Real, de 40 años de edad, de temperamento sanguíneo, idiosincrasia gastrohepática, casada, en el mes de julio de 1817 sintió una picadura como de una pulga en la parte lateral anterior izquierda del cuello, y a los cuatro minutos fue acometida de una ligera lipotimia que, graduándose insensiblemente, fue convirtiéndose en un verdadero síncope, para volverle del cual, se le aplicaron toda clase de remedios recomendados para tales casos, siendo todos enteramente inútiles hasta que sospechando si habría sido picada por una tarántula, por ser en dicho pueblo muy frecuentes estos insectos, empezaron a observarla atentamente y se notó en la ya citada región del cuello una picadura amoratada negruzca situada en el centro de un tumorcito como un pequeño garbanzo duro y circunscrito; sin detenerse un instante se procedió a tocar la tarantela a las once de la mañana; a los dos minutos empezó a notarse cierta titilación en el punto picado; a los cinco minutos empezó a mover el cuello propagándose este movimiento convulsivo a los brazos y piernas en términos que, a los trece minutos de haber empezado a tocar la tarantela, la enferma había vuelto enteramente del síncope dando frecuentes y prolongados suspiros, y se hallaba bailando con la mayor agilidad persistiendo en este ejercicio hasta las doce en punto en que se dejó de tocar la (tarantela) y en cuyo mismo instante cayó en el suelo cubierta de un sudor copioso, el que se procuró hacer que conservara a fuerza de cuidado y de abrigo; a las dos horas de haber bailado estaba bastante tranquila quejándose sin embargo de cierta debilidad consiguiente al ejercicio tan violento que había soportado y a la evacuación de sudor tan considerable que había experimentado la infeliz.

A los ocho días de haber repetido el baile en los términos y por el tiempo que en el primer día, se halló libre de la dolencia.

Al año siguiente (1818) se casó la Jerónima y hallándose embarazada, se puso triste  (y) melancólica, y se vio acometida de fuertes lipotimias alternadas de una convulsión bastante graduada en el sitio en donde el año anterior le había picado la tarántula; más como de esta dolencia había curado completamente, y los síntomas que presentaba entonces podían muy bien referirse a su embarazo, no se hizo caso para la curación de la picadura del insecto, y se la prescribieron varios remedios, calmantes y antiespasmódicos, logrando con ellos empeorarse cada día más en vez de adelantar en su curación; al fin cansados de aplicar toda clase de medicamentos, a ruegos de la misma enferma, se tocó la tarantela con todas aquellas precauciones consiguientes al estado en que se hallaba la infeliz, y a los tres días de haber usado este remedio se encontró libre de las convulsiones y de las lipotimias, volviendo luego su carácter a ser alegre y adquiriendo en una palabra el estado más completo de salud; pero lo más particular, y lo que más debe llamar la atención es que en los ocho embarazados que dicha Jerónima padeció, en todos ocho se notaron los mismos síntomas que en el primero,y en todos ellos la música fue el medio único y enérgico que la volvió la salud, sin que desde el último embarazo hasta el día de la fecha haya vuelto a tener la menor novedad.”

 

AL BORDE DEL SEPULCRO

“María Antonia Melitón, de 24 años de edad, temperamento nervioso en extremo, soltera y natural de Mestanza, se vio acometida en el mes de julio de una convulsión general que llamó mucho la atención de todos los vecinos y del cirujano del pueblo; la convulsión estaba acompañada de una adinamia[9] bastante profunda; y viendo que cuantos remedios se le aplicaban eran inútiles, se llamó a otros facultativos, los que después de un examen atento y detenido de los síntomas que presentaba la dolencia, se le propuso y puso en práctica un plan especial compuesto de los narcóticos ligeros y de los antiespasmódicos más apropiados, logrando con este plan solamente ver los inútiles esfuerzos del arte, pues la enfermedad quedó en el mismo estado pasando la desgraciada Antonia seis días horrorosos acometida de las referidas convulsiones, que alteradas y acompañadas las más veces de un estado adinámico considerable, ponían a la infeliz al borde del sepulcro; al fin después de ensayada toda clase de remedios, se empezó a observar atentamente la piel de la enferma, y se notó en la parte interna del antebrazo derecho una picadura como de una pulga y con los mismos caracteres que varias veces hemos descrito.

Desde luego no se titubeo ni un instante en proceder a tocar la tarantela; a los dieciocho minutos de haber empezado esta tocata, empezó la enferma a dar pruebas de volver en sí; abrió poco a poco sus lánguidos ojos sin fijarlos al pronto en ningún objeto, y animándose algo más al cabo de otros cinco minutos en cuyo instante empezó a percibirse la titilación en el antebrazo, lanzándose a la media hora de haber empezado la música en medio de la habitación y bailando por espacio de tres cuartos de hora, dando ciertos gritos y tan discordes voces que parecía frenética, cayendo al suelo cubierta de un sudor copiosísimo que inundaba todo su cuerpo.

Al mes siguiente repitió la misma operación bailando la María Antonia por espacio de media hora pero sin dar tales gritos como el día anterior.

Por espacio de quince días tuvo que repetirse la música notándose al cabo de ellos enteramente libre de la convulsión y de las continuas lipotimias, repitiéndole no obstante algunos de los síntomas de convulsión al año siguiente, los cuales fueron curados con tres días de baile, sin que en lo sucesivo tuviese ya ninguna incomodidad alguna en época ninguna del año.”

 

UNA NOCHE DE BODA TARANTULADA

“Un joven natural de Mestanza de 16 años de edad fue picado en el pie derecho por una tarántula; se recurrió al baile (como) único remedio para esta dolencia, la que fue combatida convenientemente, quedando libre de ella a los veinte días de haberla contraído.

Pasaron cuatro años sin que este joven hubiese tenido novedad alguna, excepto cuando oía tocar por casualidad la tarantela, pues entonces se agitaba en tales términos que si no se le alejaba del paraje de la música, empezaba a bailar con la mayor energía sin poderle contener cuantos le rodeaban.

A los cuatro años de haber sido picado por la tarántula casó con una joven del mismo pueblo, y varios mozalbetes amigos de él, resolvieron que no habían de dejarle dormir la noche de boda; reuniéronse pues a eso de las once dando músicas diferentes por la población, y cuando el infeliz tarantulado acababa de echarse en el lecho, la comparsa de músicos empezó a tocar  la tarantela y sin poderse contener, se arrojó de la cama y estuvo bailando media hora, que fue el tiempo que duró la música; desaparecieron los jóvenes y el desgraciado novio sumamente rendido se restituyó a su lecho cubierto de un sudor copioso. Dos horas habían transcurrido cuando se oyó otra vez debajo de la ventana la tarantela tocada con la mayor velocidad, teniendo instantáneamente que lanzarse (por) segunda vez del lecho el nuevo desposado, y cayendo a intervalos en el suelo porque los músicos, que habían jurado no dejarle descansar aquella noche, cumplían su juramento con demasiado rigor.

Aquella escena era demasiado seria; y viendo por una parte que habían logrado su intento y por otra las reprensiones del padre del tarantulado, que salió a la ventana y contó lo que sucedía con su hijo, conociendo también los mozalbetes que aquello podía ser muy serio si insistían por más tiempo, tomaron el partido de retirarse divulgándose al día siguiente la noticia por las inmediaciones, sin que desde entonces halla vuelto a padecer del tarantulismo a pesar de haber oído varias veces tocar la tarantela.”

 

[1] Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia. Periódico oficial de la Sociedad Médica General de Socorros Mutuos. Segunda Serie. Número 118. Páginas 75 a 78.
[2] Periodo del año en que es más fuerte el calor.
[3] Diccionario Geográfico Estadístico Histórico de España y sus posesiones de Ultramar.
[4] Quemar la herida.
[5] Confección farmacéutica usada de antiguo y compuesta de muchos ingredientes y principalmente de opio.
[6] Mata muy olorosa de la familia de las Labiadas.
[7] Planta herbácea de la familia de las Labiadas.
[8] Arcilla rojiza procedente de Armenia y usada en medicina.
[9] Extremada debilidad muscular que impide los movimientos del enfermo.

(Publicado en el Catálogo de Fiestas de 2011)

Romances de ciego

       A mediados del siglo XIX circuló por España un romance que narraba un truculento suceso acaecido en Mestanza. Durante años, los ciegos lo cantaron de pueblo en pueblo y ciegolo vendieron impreso en pliegos de cordel, es decir, en hojas de papel atadas por un cordel o caña, en forma de cuadernillo. Este tipo de romances, que se solían divulgar en ferias y que algunos coleccionaban y encuadernaban formando los denominados cancioneros, narraban hechos históricos, líricos, religiosos o simplemente sucesos tremebundos, que eran contados con el máximo detalle para convencer al público de la veracidad de lo narrado. A diferencia de los romances tradicionales, de carácter culto, los romances de ciego eran un género literario de baja calidad, pues estaban pensados para el consumo de masas en una sociedad analfabeta. Por este mismo motivo, los poemas iban acompañados de  xilografías[1] o ilustraciones de marcado carácter sensacionalista.

       Nuestro romance en cuestión narra el “caso horroroso de una mujer que sacó de su cuerpo 48 animales parecidos a unos lagartos en la villa de Mestanza”. La xilografía decaso-horroroso portada muestra a la mujer en cuestión vomitando lagartos en una caldera mientras el médico del pueblo le sostiene la cabeza. Al cada lado de esta peculiar escena aparecen otros dos personajes. Uno de ellos, que debe ser el marido de la desafortunada, mueve los brazos angustiado, mientras que otra mujer, sentada en una silla de anea, llora desconsoladamente. Encontré este romance en una biblioteca de Barcelona. Fue impreso en 1859 en la librería de José Tauló y se vendía en la librería de Juan Llorens, que estaba situada en la calle de la Palma de Santa Catalina. El romance dice así:

CASO HORROROSO DE UNA MUJER QUE SACÓ DE SU CUERPO 48 ANIMALES PARECIDOS A UNOS LAGARTOS EN LA VILLA DE MESTANZA INMEDIATA A PUERTOLLANO, PROVINCIA DE CIUDAD REAL EN CASTILLA LA NUEVA

El pasmo añuda mi lengua / mi alma amarga el pesar / y es tal mi asombro y espanto / que no sé cómo empezar.

Porque el caso que pretendo / brevemente referir / es sobremanera extraño / cual nunca se pudo oír.

Yo aquí para referirlo / al cielo pido favor / perseverancia a la pluma / y a mi corazón valor.

Que todo esto necesito / para explicar con acierto / un caso tan admirable / como por desgracia cierto.

En la villa de Mestanza / inmediata a Puertollano / pueblo en Castilla la Nueva / de Ciudad Real cercano,

Hace dos años que estaba / mala una pobre mujer / de enfermedad que los médicos / no sabían entender.

Tan sólo conjeturaban / en razón de ser casada / que tal vez por tanto tiempo / no estuviese embarazada.

Aunque el plazo de dos años / que su enfermedad tenía / sus conjeturas ahora / más vacilantes hacía.

Dábanle remedios mil / que de nada le servían / y cuanto más le duraba/ tanto menos lo entendían.

Durante su enfermedad / su comida era en exceso / sin que con tanto alimento / se saciase por eso.

Dos panes ni más ni menos / y además por compañía / siete libras de patatas / diariamente comía.

Y aún con hacerlo así / acabado de comer / se hallaba en disposición / todavía de volver.

Nada le satisfacía / y al agravarse su mal / aumentaba en proporción / su hambre atroz y fatal.

Y cuanto más apurada / se hacía su posición / más de su esposo y parientes / aumentaba la aflicción.

A fuerza de sufrimiento / aunque era grave su mal / empezaba con el tiempo / a hacérsele habitual.

Más un día esta mujer / sintiose en peor estado / pareciole que del cuello / tenía algo atravesado.

En vano por vomitarlo / vivamente se esforzaba / sentía vivos dolores / y aún casi se ahogaba.

Al cabo de vivas ansias / y de un acervo sufrir / llegó a sacar por la boca / lo que vamos a decir.

Dos fetos de una figura / tan raramente formada / que ni son cuerpos de niño / ni de humano ni de nada.

Y aunque sapos o lagartos / son más estos animales / tampoco puede decirse / sean en efecto tales.

¿Quien ponderará el asombro / de los que tal cosa vieron / y lágrimas que de pena / por la paciente vertieron?

¿Y quien podrá ponderar / de esta infeliz los dolores / que el funesto resultado / acabó de hacer mayores?

¿Y quien podrá hacerse cargo / de angustia el pecho oprimido / del dolor cruel, amargo / del asombrado marido?

Mas tal tristeza y dolor / aumentaron por demás / al conocer que en el cuerpo / aún le quedaban más.

El facultativo entonces / como muy bien conocía / que otro vómito tan raro / sin duda la ahogaría,

Recetole una bebida / a fin de poder lograr / que los otros por abajo / los pudiese ella arrojar.

Y en efecto arrojó tres / con vivísimos dolores / en un todo parecidos / a los otros anteriores.

Aumentando el pasmo así / de los que viéndolo estaban / que al mirar caso tan raro / mudos de asombro quedaban.

Ni aún está todo aquí / porque la infeliz mujer / aún tenía en su cuerpo / otros más al parecer.

En efecto fue arrojando / con sufrimientos extraños / hasta hacer cuarenta y ocho / de dos distintos tamaños.

Yo no diré la amargura / pena y desesperación / de toda aquella familia / en tan atroz situación.

Porque puede cada uno / en su mente concebir / lo que no puede la pluma / de ningún modo escribir.

Lo que en este instante siento / no lo quisiera explicar / porque me falta el aliento / para poderlo pintar.

El caso es tremendo y raro / y falso parecería / si no fuese confirmado / por quién saberlo debía.

Del pueblo de Puertollano / el médico ha remitido / a Ciudad Real un oficio / noticiando lo ocurrido.

Y como el jefe político / el tal oficio ha enviado / no hay aquí el menor recelo / de que le hayan engañado.

Un vecino de Mestanza / fue a Ciudad Real también / y dijo ser cierto el caso / y que él lo había visto bien.

Y confirmando lo dicho / tal como está escrito aquí / añadió otra circunstancia / que vino a explicar así.

Una caldera de leche / en el acto calentaron / y a aquella pobre mujer / la tal caldera acercaron.

Fue entonces que saltó un bicho / que un lagarto parecía / y tras él saltó la hembra / quizás habían hecho cría.

Y aunque al vomitarlos ella / en la caldera cayeron / saltó la hembra y se escapó/ y cogerla no pudieron.

¿Ahora quien no se admira / de un caso tan singular / cuyas causas no se alcanzan / a fuerza de meditar?

Aquellos dos animales / ¿como han podido vivir? / ¿como allí han podido entrarse/ y a los otros producir?

Se pierde el entendimiento / no lo alcanza la ciencia / es en vano el pensamiento / y es inútil la experiencia.

Nada podemos hacer / sino humillar nuestra voz / y venerar asombrados / el alto poder de Dios.

Rogando que en ningún caso / víctimas nos deje ser / de desgracia tan horrible / que tanto hace estremecer.

FIN

Fotografía: El ciego «Carrañaca», de José María Cañas.

 

(Publicado en el Catálogo de Fiestas de 2011)

Fundación de la Cofradía de San Pantaleón

El día 25 de julio de 1777 fue fundada la cofradía de San Pantaleón. Mestanza era entonces una villa de doscientas casas de barro y retama cuyos vecinos vivían apegados a sus antiguas costumbres, santificadas por curas y comendadores calatravos a lo largo de los siglos. En aquella época, el pueblo se vio sometido a un compendio de desgracias: inundaciones, heladas, sequías primaverales, plagas de langosta, epidemias de viruela e incluso un terremoto que destruyó la mayoría de las casas. Ante tanta calamidad, los vecinos recurrieron a la imagen de San Pantaleón, por la que sentían una gran devoción desde “inmemorial tiempo”, y quedaron tan satisfechos con la intercesión del santo que decidieron fundar una cofradía “en honor del glorioso mártir”. Ya existían por entonces otras tres cofradías en Mestanza: la del Santísimo Sacramento, la del Señor de la Columna y la de las Benditas Ánimas del Purgatorio.

La cofradía se estructuró como una compañía de soldados que anunciaban los festejos desfilando al son del tambor. Al frente iba el alférez con la bandera principal; le seguía un capitán empuñando una jineta y dos sargentos que dirigían a los soldados con voces de mando. El tamborilero debía disponer de comida y alojamiento a cargo del alférez. Todos los cofrades debían asistir a la procesión del santo con una vela encendida y aquellos que por fuerza mayor no pudieran cumplirlo, debían enviar otra persona en su nombre. Los que faltaban a la procesión eran sancionados con el pago de media libra de cera. Los cofrades con el grado de oficial, que eran seis hermanos elegidos anualmente, tenían además una obligación inexcusable: asistir al entierro de los hermanos que falleciesen. El incumplimiento de esta norma acarreaba la expulsión inmediata de la cofradía.

san-pantaleonEl número de cofrades se limitó inicialmente a cincuenta, de forma que sólo había plazas vacantes cuando fallecía algún hermano. En ese caso, cualquier vecino podía acceder a la nueva plaza, si bien tenían preferencia los parientes cercanos del difunto. El aspirante debía presentar al escribano de la cofradía un informe acreditando que era virtuoso. Los jueces de la hermandad, tras leer ese informe, decretaban si era digno de ser admitido. En caso de disputa, el capellán tenía el voto decisivo. Aparte de los cincuenta hermanos numerarios, se admitían más cofrades como hermanos supernumerarios, que debían pagar un extra anual de ocho reales de vellón. Dentro de esta categoría se permitió la entrada de niños y mujeres siempre que tuvieran el consentimiento de sus padres y maridos respectivamente. Dado que pagaban una cantidad considerable de dinero, la cofradía debía darles alguna contraprestación, por lo que solicitaron permiso para obtener una bula papal de Pío VI que concediera la “indulgencia plenaria para todos los hermanos que, confesados y comulgados el día del santo glorioso, asistan a su función y rogaren a Dios por la paz y la concordia de los príncipes cristianos, (por) la extirpación de las herejías y (por el) aumento de nuestra católica fe”.

El día de San Pantaleón, la celebración consistía en una misa cantada con diáconos seguida de una procesión. Como colofón se celebraba un convite al que sólo podían asistir los cofrades, prohibiéndose la entrada a “parientes y amigos de ninguno de los soldados por ningún motivo”. Se instituyó la costumbre del refresco, que debía contener alcohol, pues las ordenanzas especificaban que debía tomarse “sin exceso, para evitar contiendas”. Este asunto del refresco estuvo a punto de costarle un disgusto a la cofradía ya que una misiva fechada en 1793 decretó que “se prohíba tengan convite o refresco para persona alguna porque la experiencia tiene acreditado no ser fácil precaver los excesos a que se arrojan con el tiempo”. Es de imaginar el revuelo que se debió armar en la hermandad ante semejante impedimento. Inmediatamente, los hermanos solicitaron al Arzobispado de Toledo que se levantase esa prohibición del convite alegando que en Mestanza apenas se bebía: “Respecto al citado refresco, es tan limitado, que no lleva su costo a vetarlo; y que es costumbre el que se haga”. Durante varios meses no obtuvieron respuesta. Finalmente, poco antes de las fiestas llegó una carta del Arzobispado. Al leerla, los hermanos respiraron aliviados. Un escueto mensaje: “Se aprueban de la forma ordinaria” les autorizaba a celebrar el convite con refresco. Y así hasta el día de hoy.

 

(Publicado en el Catálogo de Fiestas de 2010)