El territorio de Mestanza y sus aldeas tiene unas peculiares características históricas y geográficas que han marcado el devenir de su gastronomía. Por un lado, destaca la impronta de los pastores trashumantes del norte de Castilla, que trajeron a nuestras tierras las migas o la caldereta. Por otro lado, su ubicación en las estribaciones de Sierra Morena nos ha legado la cocina propia de los serranos, con abundante caza de jabalís y venados.
Los pastores solían comenzar la jornada con unas migas. Se echaba aceite en un caldero y, cuando estaba caliente, se agregaban las migas de pan, muy bien picadas. Conforme se iban tostando se añadía agua y les daban vueltas una y otra vez conforme al dicho: “Las migas de pastor, cuantas más vueltas mejor”. Las migas eran la comida más común durante la época de la paridera, entre noviembre y diciembre. En un rebaño de mil ovejas podían parir unas ochocientas. Esto daba mucho trabajo y las migas eran una comida rápida y fácil de hacer. Con la llegada el calor, los pastores solían prepara diversos tipos de mojes. En Mestanza hay una gran querencia por estos platos sencillos que, como su propio nombre indica, se degustan mojando pan. Destacan el tumbalobos y la sobrehúsa, que comparten ingredientes: tomates, cebollas y bacalao desmigado.

Al terminar la paridera, con más tiempo libre, los pastores hacían mucho cocido. Por el día se echaban los garbanzos a remojo y por la noche se ponían a cocer en la lumbre. Si alguno se despertaba debía mirar la olla, para ver si se quedaban sin caldo. Y al amanecer, después de dar una vuelta al ganado, se almorzaba el cocido. Con las sobras se hacía una tortilla que era conocida como ropavieja. En mi casa es tradicional comer el cocido con pelluelas, una masa de pan rallado y huevos frita en abundante aceite con ajo y perejil. En Mestanza se suelen echar las pelluelas en leche hirviendo con azúcar, canela y cáscara de naranja.
Si se moría alguna oveja, lo más común era hacer salados. Tras desollarla y deshuesarla, se tenía la carne en sal durante dos o tres días, envuelta en su propia piel. Por último, se colgaba de una encina y a los pocos días estaba totalmente seca. Otras veces se hacía caldereta. Se echaba la carne, se cubría con agua y se ponía a cocer. Con una cuchara había que ir quitando la espuma. Y luego se echaban todos los condimentos: aceite, sal, pimentón, unos ajos machacados con mortero, guindillas y un poco de vino. Después se le daba vueltas hasta que apenas quedaba agua en el caldero. La gastronomía pastoril implicaba tener un fuego encendido de día y de noche. Al levantarse, los pastores echaban un par de leños de encina y prendían durante todo el día. Por la noche, removían con un hierro los tizones y echaban más leña.
El empedradillo (léase “empedraillo”) era un guiso de alubias con arroz al que se añadían pimiento, ajos y tomate. Se solía comer los viernes para guardar el precepto. Este plato tradicional aparece en el libro Valle de Alcudia (1962), de Vicente Romano y Fernando Sanz. Al llegar al cortijo de Sabas –en el Galayo Alto-, los viajeros se disponían a cenar. Entonces Sabas, levantando la tapa del puchero y moviendo su contenido, les preguntó: «¿Les gusta el empedraillo?». «¿Qué es eso?» interrogaron los viajeros. «Alubias con arroz. ¡Lástima que sea viernes y no pueda ofrecerles algo más sustancioso!».
Las criadillas o trufas blancas también aparecen en este libro memorable. Se trata de un manjar oculto en las entrañas del Valle de Alcudia. Los carboneros las buscaban con ahínco hurgando con sus palos en la hierba. Uno de ellos, Eliseo, explica a los viajeros: “Es difícil encontrarlas. Solo salen cuando llueve”. “Asadas están muy buenas” dice Gregorio, otro carbonero. Para hacer miguilla de hongos, se hacía un sofrito con las criadillas y se le añadía agua y miga de pan.
Los calandrajos eran uno de los platos más típicos de nuestro pueblo. Se trataba de un guiso de conejo o de bacalao al que se añadían unas tiras de masa de harina. Nuestros antepasados vieron una peculiar semejanza entre esas tiras de masa y los andrajos de las ropas, tan habituales antiguamente. De esa afinidad surgió el curioso nombre de esta comida.
El tiznao requería de horno de leña y brasas. Se asaban en el horno varias patatas, unos tomates, pimientos, cebollas y un par de cabezas de ajo morado. Al cabo de una hora, más o menos, se sacaban las verduras del horno y se hacía un majado con ellas, quedando una pasta cremosa. Mientras tanto, se ponían un par de tiras de bacalao desalado sobre un trozo de leña. Enseguida las brasas tiznaban el bacalao, que se desmigaba en lascas sobre el majado. El contraste del tizne negro con el blanco del pescado dio nombre a este plato singular que compensaba los aromas fuertes del ajo y el bacalao con la suavidad de las verduras. El pimiento y el tomate son la base de otros dos platos muy apreciados en Mestanza: el pisto y el asadillo. Además del bacalao, el otro pescado que entraba en el pueblo eran las sardinas arenques, baratas y nutritivas.

Las gachas de pitos están documentadas desde el siglo XV y se elaboran con harina de almorta. En una sartén se sofríe panceta, chorizo y unos dientes de ajo. Después se retiran del fuego y se añaden a la sartén la harina de almorta con pimentón. Se le va echando agua para cuajar la mezcla, dándole vueltas hasta que quede en su punto. Finalmente, se añaden los tropezones del sofrito. Las almortas tienen su leyenda negra. Durante los llamados “años del hambre” (al terminar la Guerra Civil), la población vio en la almorta un alimento recurrente para paliar la escasez de alimentos. Tanto se abusó en su ingesta que se multiplicaron los casos de calambres musculares, parálisis y afecciones hepáticas. Se llegó a tal extremo que el Gobierno prohibió la ingestión de almortas por Decreto del 15 de enero de 1944.

Los galianos o gazpachos de pastor es un plato de la cocina del Quijote. Fueron inmortalizados por la pluma de Cervantes en aquel canto de Sancho a la vida sencilla: “Más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre”. Se trata de un guiso con carne de caza (perdiz, liebre o conejo) al que se añaden unas tortas de pan ácimo muy finas y desmigadas. Antiguamente, una de las tortas servía de cuchara. Otro plato cervantino son los famosos duelos y quebrantos. Bajo este nombre majestuoso se esconden unos sencillos y deliciosos huevos con torreznos que nuestro hidalgo degustaba todos los sábados: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”.
La mayoría de estos platos estaban al alcance de todas las familias pues los ingredientes no costaban prácticamente nada. Era una cocina ligada a los productos de la tierra y a unos sabores básicos que reconfortaban el cuerpo y el espíritu. Unas migas, unas gachas o un tiznao son la decantación de las más viejas tradiciones castellanas y del espíritu de austeridad de nuestra tierra. Que vivan para siempre.
