El Castor y otros bandoleros

Los bandoleros que camparon por las sierras de Mestanza durante la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) ofrecen una peculiaridad a los que ya tenemos cierta edad: sus nombres nos suenan de los relatos que contaban nuestros abuelos. A mi abuelo, que nació en 1915, no le quedaba tan lejos la historia de los Paulinos, de Feo Cariño o del Castor. Eran sus propios padres, tíos y abuelos quienes las habían presenciado y, en ocasiones, protagonizado.

Durante aquellos años surgieron innumerables partidas carlistas en nuestro territorio que tomaban el nombre de sus cabecillas: Manuel Trillo, Antonio Rabel, Jesús Trujillo, Amador Villar, Paulino, Feo Cariño, Telaraña, Rapilla, Pipiolo, Peco, Cheles, etc. Era habitual que una de estas cuadrillas atronara al galope por las calles del pueblo en busca de caballos, comida y dinero. El ayuntamiento puso vigías en el castillo y en la torre de la iglesia para prevenir esta plaga; un repique de campanas era la señal convenida para que los vecinos se aprestaran a esconder sus monturas y los sacos de cebada que guardaban en sus casas. Mientras tanto, la llamada milicia urbana y algunos vecinos armados tomaban posiciones para defender el pueblo del ataque carlista. En ocasiones, cuando la gavilla asaltante era pequeña, lograban repeler el asalto e incluso perseguir a los atacantes. Así acaeció el 13 de junio de 1873, cuando una partida de ocho jinetes al mando de un tal Antonio (a) Pipiolo exigió al alcalde que le entregara todos los caballos del pueblo; el alcalde se negó y Pipiolo acabó comprando de su dinero un par de fanegas de cebada. Pero otras veces, cuando la partida carlista era numerosa, no había nada que hacer. Es lo que sucedió el 7 de octubre de 1873, cuando Camilo Hervás (a) Feo Cariño y Bruno Padilla (a) Telaraña irrumpieron en el pueblo junto a unos 120 jinetes. Tras llegar a la plaza, detuvieron a la corporación municipal al completo y reunieron 1.980 reales, 25 fanegas de cebada, 100 panes, 5 caballos, un sello de timbrar, una caja de hojalata con utensilios de limpieza, 24 sábanas, 12 mantas, 12 fundas, 9 cabezales y un cuaderno. Por último, antes de huir a la sierra, pegaron fuego al registro civil. Tras el asalto de Feo Cariño, el ayuntamiento acordó en sesión extraordinaria proceder a la fortificación del pueblo y se publicó un bando para alistar 50 vecinos en la milicia urbana. De nada sirvió; el 27 de marzo de 1874 aparecieron unos 600 bandidos al mando del cabecilla Amador Villar y arramblaron con 62 fanegas de cebada. No extraña que, cuando llegó al pueblo la noticia del fin de la guerra, se acordara celebrarlo por todo lo alto con repiques de campana, salvas y festejos.

Los hermanos Bastante Navas, José y Castor, alias los Troneras, eran tíos de mi abuelo por parte de madre. En la madrugada del 26 de marzo de 1873, armados con escopetas, asaltaron la casa de Norberto Urrutia, médico del pueblo, y le robaron un par de caballos con sus monturas. Después se unieron a la partida de los Paulinos y cabalgaron sin descanso a través de Sierra Morena hasta llegar a Montoro, en la ribera del Guadalquivir. Su plan era secuestrar a tres terratenientes de aquel pueblo que se hallaban en el llamado molino del Madroñal. Al caer la noche irrumpieron en el molino doce o catorce miembros de la partida, pero solo encontraron a uno de los terratenientes, llamado Manuel Benítez Romero. Los Paulinos pidieron un rescate de cincuenta mil duros. Manuel Benítez les dijo, escandalizado, que aquello era imposible, que era todo su patrimonio; lo cierto es que escribió una carta a su familia solicitando la cantidad. Como es natural, su familia no pudo reunir más de treinta mil reales —mil quinientos duros—, que enviaron al sitio señalado para la entrega. Los bandoleros le dijeron que con aquello no tenían ni para pagar a sus espías, pero según parece, se quedaron con el dinero y soltaron a Manuel Benítez cerca de Bailén.

La partida de los Paulinos estaba compuesta mayoritariamente por mestanceños. Debía el nombre a su cabecilla Rafael Félix de Medina, alias Paulino, que era hijo de Paulino Félix, un afamado bandolero famoso por tener seis dedos y por haber asaltado dos diligencias en el mismo día —una que bajaba a Sevilla y otra que subía desde Granada— a la altura de la venta del Judío, cerca de Almuradiel. Rafael Félix de Medina había nacido en Villanueva de San Carlos —El Pardillo— en 1832. Tras establecerse en Mestanza, se casó en 1860 con Sandalia Adán y abrió una posada con mesón en la calle de la Carnicería. Sandalia regentó el mesón muchos años y en 1902 aún figuraba como propietaria de este. En 1962, un siglo después de su fundación, el mesón y la posada seguían en pie, con sus muros de piedra desnuda y sin labrar. Lo regentaba Santos Félix, descendiente del mítico bandolero.

El Pardillo. Iglesia de San Antonio.

Los Paulinos justificaban sus ausencias del pueblo haciéndose pasar por marchantes o diciendo que iban a cazar al monte o a hacer picón; tras cometer los asaltos o cobrar los secuestros, repartían el botín y regresaban a Mestanza para planear la siguiente operación. Por supuesto, todo el pueblo sabía quiénes eran y qué hacían. Además del cabecilla Rafael Félix (a) Paulino y de los hermanos Troneras, otros miembros de la partida eran Ramón Nogueras (a) Dongos y Gregorio Mazoretas (a) Rabanero. La descripción de la orden de busca y captura de este último es antológica: «Gregorio Mazoretas y Viñas, natural y vecino de Mestanza, viudo, jornalero, conocido con el apodo de Rabanero, de entre 46 a 48 años, de buena estatura, barba poblada, ojos pardos y ordinariamente enfermos y colorados, vestía con pantalón, chaleco y chaqueta de paño negro, botillos de becerro blanco y sombrero calañés».

Casa de don Juan (Torre de Juan Abad)

El 13 de octubre de 1873, pocos meses después del secuestro de Manuel Benítez en Montoro, se produjo el famoso robo en Torre de Juan Abad; una historia a caballo entre la realidad y la leyenda. No está claro si fueron los Paulinos o algunos miembros de esta partida en colaboración con otros forajidos los que asaltaron la casa de don Juan Tomás de Frías, un rico terrateniente de aquella localidad. Lo cierto, según mi abuelo, es que uno de los asaltantes era Castor Bastante, alias Troneras, alias el Castor, que como he indicado anteriormente era tío suyo. Caía la noche cuando una partida de jinetes irrumpió en Torre de Juan Abad, amenazando a los vecinos para que permanecieran encerrados en sus casas. Tras coger al alcalde como rehén, asaltaron la casa de don Juan Tomás de Frías y le exigieron que entregara todas las monedas de oro que tenía guardadas. Al parecer, don Juan negó poseer tal tesoro, pero los asaltantes derribaron paredes, rompieron cerraduras y forzaron candados hasta que dieron con él. Había tal caudal de monedas que fueron necesarias nueve mulas para trasportarlo. Es fama que, tras huir los bandidos, don Juan preguntó a sus criados si habían llegado a un odre concreto —el «pellejo del chirro»—. Estos le respondieron que no lo habían tocado, a lo que don Juan exclamó: «¡Bah, entonces seguimos siendo ricos!». Tras el robo, al verse hostigada por la guardia civil, la cuadrilla decidió separarse. El Castor huyó a Mestanza a galope tendido con los civiles pisándole los talones. Logró alcanzar el camino del puerto de Mestanza, pero su caballo cayó reventado por el peso de las monedas y por el esfuerzo de la cabalgada. En la llamada Piedra Gorda, se encontró con un pariente suyo, zapatero para más señas, que iba a Puertollano a comprar aperos. Al verse acorralado, decidió confiarle el botín para que lo guardara hasta su regreso. Finalmente, los guardias lograron apresarle en las afueras del pueblo y fue encerrado en el Penal de Cartagena. En la soledad del calabozo, El Castor pasó el resto de su vida soñando con el tesoro que le aguardaba en su pueblo. El recuerdo de las monedas de oro hizo menos crudos sus días y más livianas sus noches. Muchos años después, ya viejo y enfermo, el Castor regresó a Mestanza. Nadie sabía nada del zapatero ni del tesoro. Desesperado, vagaba por las calles como un alma en pena, preguntándose que había sido de su tesoro. ¿Acaso había perdido su vida en una mazmorra lúgubre para nada? Mi abuelo contaba como una mañana, en la penumbra del alba, un hombre caritativo le entregó una soga y le dijo: «Aquí tienes tu tesoro».

La Piedra Gorda

Aparte del Castor, nada más se supo del resto de bandidos que asaltaron la casa de Torre de Juan Abad. Se supone que muchos cayeron atrapados y muy pocos lograron escapar. Del cabecilla Rafael Félix (a) Paulino, se contaba que huyó a México con su parte del botín. No parece una historia creíble pero lo cierto es que su acta de defunción no figura en el archivo municipal. En el pueblo, se rumoreaba que la bella actriz mexicana María Félix era una de sus descendientes. Castor Bastante, alias Tronera, alias el Castor, no usó la soga que le dio su vecino; murió el 23 de julio de 1919, a los 74 años, de un cáncer de estómago. Según contaba mi abuelo, aquel hombre seco y nudoso como el tronco de una vid, era ya una leyenda en el pueblo.

Partida de defunción de Castor Bastante.

Para este artículo se han utilizado los magníficos estudios de Miguel Martín Gavillero titulados: Los Paulinos y Las gavillas carlistas en la jurisdicción de Mestanza; y el libro de Rafael Muñoz Romero titulado: Mestanza, entre la historia y la leyenda.

Bandoleros carlistas: la cacería

En la primavera de 1834, tras varias semanas de cacería, la milicia urbana de Mestanza mató al bandolero carlista Eugenio Ibarba, alias Barba, en el sitio de la Jandulilla. Los días anteriores ya habían caído su lugarteniente Juan Díez Rodero y otros miembros de su partida, como el sanguinario José Manzanares, alias El Sastre. Pese a estar malherido en una pierna, Barba había logrado burlar a numerosas tropas procedentes de Sevilla y Fuencaliente que, desesperanzadas, optaron por retirarse dejando solos a los soldados de Mestanza. Lejos de arredrarse, el alcalde don Joaquín de Palma y Vinuesa continuó una persecución sin tregua acompañado de los tres urbanos de la villa –Juan Castellanos, Nicolás Larios y Antonio Rodríguez- y de una temible jauría de perros de caza. Estaba convencido de que “en su desesperación, [Barba] se dejará morir de hambre y cansancio antes que rendirse”. Cuando lograron acorralarle, el irreductible bandolero abrió fuego a discreción arrancando media chaqueta a uno de los urbanos. Después, aún pudo volver a emboscarse y ni siquiera los perros pudieron dar con él en todo el día. Finalmente, la mañana del 28 de abril, cayó abatido a tiros.

El alcalde emitió un lacónico comunicado: “Viva nuestra amada reina doña Isabel II. El famoso Barba ha sido muerto”. Las palabras del Gobierno fueron más retóricas:

BarbaLoor al digno regente de la villa de Mestanza. Se ha cubierto de una gloria que no se marchitará (…) porque ha purgado a esta provincia del monstruo que tantos daños ha causado, repartiendo por todas partes alarma y consternación (…) El valiente y digno alcalde mayor de la villa de Mestanza, don Joaquín de Palma y Vinuesa, no satisfecho con llevar los deberes que le impone su noble profesión de jurisconsulto (…), dejó el descansado retiro de su despacho, y empuñando las armas, voló ansioso de gloria a tomar parte en los campos del honor. Reunido con unos cuantos urbanos recorrió sierras, escudriñó montañas, y con una vigilancia incansable buscaba a los enemigos de nuestra augusta soberana y del reposo público. No infructuosas fueron sus vigilias, pues después de haber capturado al segundo jefe de la gavilla del furibundo Barba y otros de sus partidarios, dio la muerte a éste y trasladó su cadáver a esta capital.

Si don Joaquín de Palma hubiera sido norteamericano, tendría unas cuantas películas sobre su hazaña protagonizadas por John Wayne o James Stewart. Muchas leyendas del Far West como Billy the kid o Wyatt Earp son sombras al lado de Eugenio Barba o Joaquín de Palma. Y muchos sucesos casi mitológicos, como el tiroteo de OK Corral son juegos de niños en comparación con los combates entre los urbanos de Mestanza y los bandoleros carlistas. Pero es lo que hay. Valgan estas líneas para evitar que estos hechos heroicos se pierdan en el tiempo como lágrimas en la lluvia