En el Barranco del Lobo


barranco loboLa mañana del 27 de julio de 1909 el pueblo de Mestanza
se preparaba para festejar, un año más, la festividad de su glorioso patrón San Pantaleón. En los carteles se anunciaba una fastuosa novillada con toros de don Germán Adán, vecino de la villa, con divisa encarnada y blanca. La faena correría a cargo de los espadas sevillanos Llaverito y Moreno, así como de los banderilleros cordobeses Serrano y Sordillo. En El ruedo ibérico, Valle Inclán describió así las fiestas de un pueblo situado “en los confines de La Mancha con Sierra Morena”: “con los calores, las calles eran bocanas de lumbre, y un agobio el aire con polvo de trillas y moscas tabaneras”. El escritor gallego concluía que aquellas fiestas eran “un alarde berebere”. Para el tema que nos ocupa, no anduvo muy afortunado Valle en su comparación. Esa misma mañana, como contrapunto a la alegría del pueblo, varios mestanceños estaban a punto de entrar en combate con auténticos bereberes del Rif. Mi bisabuelo Félix Núñez era uno de ellos.


El 27 de julio era martes. La brigada de Cazadores de Madrid
había completado sus cartel torosdesembarques el domingo 25. La tropa, mareada y encogido el ánimo, bajaba por las escalas de los buques entre aclamaciones del pueblo de Melilla. Una mala cena, un desayuno peor, un rancho igual de malo, la misma mala cena el lunes. Por la noche los
soldados pudieron ver las hogueras humeantes en la cumbre del Gurugú como un desafío, como un mal presagio. Se decía que la harca estaba quemando los cadáveres de los guerreros que no habían tenido tiempo de enterrar. Se esperaba una venganza de los rifeños, una nueva y más sangrienta acometida. La mañana del martes se dio la instrucción de avanzar hacia el Gurugú. La orden recorrió los seis batallones de la brigada como fichas de dominó cayendo en cadena. Se disponían a morir en la mañana de su tercer día en Melilla. Los que se iban a jugar el pellejo eran aquellos que no habían podido pagar las mil quinientas pesetas de la llamada “redención en metálico” por las que los hijos de las familias ricas se libraban del servicio militar.

Tras cuatro horas de marcha nocturna, las tropas fueron entrando en la trampa. Al alba, los españoles se vieron cercados por alturas cubiertas de tiradores rifeños. Suicida el avance, imposible la retirada. A la una de la tarde se alcanzó el Barranco del Lobo. Los soldados ofrecieron al enemigo una vistosa línea blanca (por el color de su uniforme de bisabuelorayadillo). A las 13:22, cegados por el sol de frente, la brigada penetró en el campo de la muerte: los 300 metros de distancia a las trincheras rifeñas que aseguraban a sus defensores un disparo fácil y preciso. De repente una lluvia de disparos brotó de las rocas. La harca utilizaba fusiles modernos (Gras, Lebel, Maúser) y alguno antiguo pero muy eficaz (el Remington cuya bala de 11 mm podía destrozar un cuerpo fácilmente). La matanza fue instantánea. El general Pintos, jefe de la brigada, fue de los primeros en caer de un pacazo en la frente. Durante una hora la brigada porfió por no rendirse, pero a las tres de la tarde la retirada se generalizó. Resultado: 153 militares muertos y casi 600 heridos. Mi bisabuelo estuvo entre los afortunados que lograron salvarse, gracias a lo cual estoy aquí contando esta historia. Sobre el terreno quedaron abandonados no menos de 110 cuerpos esperando a los salteadores rifeños. Durante varias noches pudo escucharse el susurro incansable de los muertos cuando el frío aire del Gurugú contraía sus rígidos diafragmas.

Al poco tiempo de regresar a Mestanza, mi bisabuelo se casó[1]. Tendría cuatro hijas y un varón[2], mi abuelo Juan José, que irónicamente acabaría recluido en un campo de trabajo cercano al Barranco del Lobo al terminar la Guerra Civil. Conservo una vieja foto de sus años en África, vestido con el uniforme de gala, el bigote de mosquetero, el puro entre los dedos y la mirada perdida en el horizonte. Trabajó en las minas de plomo y murió de silicosis una noche de agosto de 1926. Tenía tan sólo cuarenta años, la misma edad que yo al escribir estas líneas[3]. Fue el mismo año en que se incendió la iglesia del pueblo.

 

[1] Contrajo matrimonio con María Petronila Clemente Bastante el 1 de octubre de 1910.

[2] Petra (1912), Juan José (1915), María Teresa (1918), Rosalía (1921) y Juana (1924).

[3] Había nacido el 20 de noviembre de 1885. Murió a las diez y dos minutos de la noche del 25 de agosto de 1926.