El cementerio de Mestanza

Enterrar en los cementerios es una práctica moderna. Durante siglos, los difuntos eran inhumados en el interior de las iglesias. Así, en Mestanza, podemos afirmar que la inmensa mayoría de nuestros antepasados -o lo poco que queda de ellos- yacen bajo el suelo de la iglesia de San Esteban. Esta costumbre duró seiscientos años, desde que se fundara la iglesia primitiva sobre la antigua mezquita bereber, allá por el siglo XIII, hasta la creación del cementerio a mediados del siglo XIX. Cuanto más rica era la familia, más cerca del altar enterraba a sus muertos. A medida que pasaron los siglos, el espacio se fue quedando pequeño y se tenían que exhumar los huesos para depositarlos fuera del templo, en el llamado osario o carnero de los huesos. De hecho, en la cara norte de la iglesia, la actual calle Umbría era conocida como calle del Carnero. Es tal el volumen de huesos que descansa bajo nuestra iglesia y sus alrededores que, en cuanto remueves un poco, aparecen multitud de ellos. Así sucedió en el terremoto de 1969 o con motivo de la reciente instalación de tuberías de calefacción. Hasta hace poco, existía un muro terrero en la calle que baja desde la iglesia a la plaza. Si te acercabas, se apreciaba que estaba atestado de pequeños restos óseos.

La llamada peste de Pasajes (Guipúzcoa) en 1781 marcó el principio del fin de esta tradición y dio lugar a la creación de los cementerios extramuros. Por una parte, se sospechó que las miasmas -vapores fétidos que desprendían los cuerpos- podían estar en el origen de la epidemia; por otro lado, el mal olor provocado por el exceso de cadáveres sepultados en el templo se hizo totalmente insoportable. En una real Cédula de 1787, el rey Carlos III prohibió en España los enterramientos en las iglesias “con ocasión de la epidemia experimentada en la villa de Pasajes (…) causada por el hedor intolerable que se sentía en la iglesia parroquial de la multitud de cadáveres enterrados en ella”.

La Real Cédula de Carlos III no logró acabar con esta tradición, que en muchos lugares de España -y en Mestanza también- se prolongó hasta mediados del siglo XIX. El retraso tuvo una explicación: la iglesia se opuso a esta medida pues con los nuevos cementerios civiles perdía una fuente importante de ingresos derivada de la venta de sepulturas. No obstante, tras la muerte de Fernando VII en 1833, las medidas liberales y reformistas fueron ganando peso; no olvidemos que en 1836 iba a comenzar la primera desamortización de los bienes eclesiásticos. El alcalde Joaquín de Palma y Vinuesa, que debía ser un hombre netamente liberal, fue quien acometió la construcción del actual cementerio en 1834. El Libro de Defunciones señala que ese año, por primera vez, “se enterró en el Campo Santo de esta villa”; y el Diccionario de Pascual Madoz (1848) dice que “en las afueras del pueblo se halla el cementerio que no perjudica a la salud”. Don Joaquín no solo construyó el cementerio de Mestanza, sino también los de sus aldeas de Solana del Pino, San Lorenzo, el Hoyo y la Vera de la Antigua. En enero de 1834 recibió la felicitación gubernamental por haberlos edificado sin gastar ni un céntimo del erario. Fue un buen año para el alcalde: pocos meses después volvería a ser elogiado por el gobierno de Isabel II tras haber dado caza y muerte al sanguinario bandolero carlista Eugenio Ibarba, alias Barba.

Durante el primer tercio del siglo XX, el incremento de la población de Mestanza como consecuencia de la fiebre minera hizo necesarias varias ampliaciones. La primera se realizó en 1901 hacia el sur y hacia el este; también se construyó el puente del Santo para facilitar a los vecinos el acceso al cementerio. La segunda ampliación se llevó a cabo en 1931; se sembraron doce cipreses y ocho acacias y se incorporaron dos nuevas puertas de hierro -una de ellas con la fecha de 1931- en la tapia que da a la carrera del Hoyo. La última ampliación se realizó en 1997.

Cementerio en griego (koimetérion) significa dormitorio. La palabra, con sus variedades fonéticas, es la misma en francés, italiano, portugués e incluso en inglés. Me gusta visitar el cementerio de Mestanza por su interés histórico y porque allí reposan mis abuelos, algunos tíos e incluso se conserva la tumba de mi bisabuela Quica la Hornera (1879-1962). Un paseo entre sus lápidas te sitúa en perspectiva y te aleja de frivolidades. No existe ningún lugar tan idóneo para reflexionar acerca de la brevedad de la vida y la futilidad de las cosas.