A Miguel Martín Gavillero, que descubrió la tumba del extranjero.
Ya nadie deja flores en su tumba, pues fue olvidado hace mucho tiempo. De su paso por el mundo solo queda una lápida de mármol blanco con un epitafio desgastado. Se llamaba Alberto Meyer-Orth, fue un héroe de guerra y vino a Mestanza para morir.
Meyer-Orth nació en la ciudad belga de Lieja en 1888. Eran los tiempos en que Bélgica, durante mucho tiempo oprimida por la dominación extranjera, estaba a punto de convertirse en una gran potencia mundial. Los flamencos y los valones, después de tantas disputas, extendieron sus empresas coloniales al continente africano y un raudal de riqueza fluyó hacia la metrópoli. El progreso parecía inexorable bajo los auspicios del rey Leopoldo II y los ciudadanos, desbordados de optimismo, ponían a sus hijos los nombres de la realeza. La familia Meyer no fue ajena a esta euforia. El padre se llamaba Leopoldo, como el monarca; a Alberto le bautizaron con el nombre del príncipe heredero.

Alberto apenas vivió en Bélgica, pues su familia se trasladó a España siendo él muy pequeño. La familia Meyer estaba compuesta por Leopoldo, su mujer Clara, sus dos hijos varones —Oswaldo y Alberto— y cuatro hijas —Juana, Margarita, Ana Luisa y Alicia—. Leopoldo Meyer, que era ingeniero, fue destinado a la aldea de El Horcajo para dirigir las minas de plomo. El cambio no pudo ser más brusco: la familia dejó atrás las comodidades de una urbe europea para irse a vivir a una aldea perdida del Valle de Alcudia. Un momento difícil de olvidar para la familia Meyer fue aquel lejano día de Año Nuevo de 1901. Tres niños de la aldea no regresaron a sus casas al atardecer. La noticia corrió como la pólvora y enseguida se organizaron las batidas por el monte. Todos los vecinos se volcaron en la búsqueda de los pequeños. Durante tres días y tres noches rastraron la sierra palmo a palmo. La búsqueda resultó infructuosa. El frío invernal de las noches y el aullido de los lobos presagiaban lo peor. Finalmente encontraron sus cadáveres completamente devorados por las fieras. Aquellos días quedaron grabados para siempre en la memoria de la aldea. Para recordar a los tres niños, los vecinos levantaron un monolito de mampostería en la parte más alta del monte. Una lápida a sus pies contenía la siguiente inscripción: “A la memoria de los niños / Bonifacio Rubio / Alejandro Muñoz / León Piernas / Aldea del Horcajo / Enero de 1901”. El monolito sigue allí y aún puede visitarse.

Con el paso de los años, la familia Meyer olvidó el estilo de vida urbano y europeo de Lieja y se enamoró de los paisajes y las gentes del Valle de Alcudia y Sierra Madrona. No extraña que, años más tarde, el duque de Westminster —el hombre más rico del Reino Unido— comprara la finca La Garganta junto a El Horcajo; justo al otro lado del espectacular viaducto de piedra se extienden sus 15.000 hectáreas de sierra virgen habitadas por ciervos y jabalíes. Leopoldo Meyer y su mujer Clara cayeron rendidos a los encantos de Sierra Madrona y adquirieron una finca conocida como El Manzano, en el paraje de Las Tiñosas. Leopoldo conocía bien la zona pues en sus alrededores se encontraba la legendaria mina romana de Diógenes. En la falda de la montaña, construyó una hermosa villa familiar de tres pabellones con todo el confort de la época. No reparó en gastos. Desde sus amplios ventanales se disfrutaba de unas vistas inmejorables para pasar las tardes sin más afán que mecer un whisky junto al fuego. Para las calurosas tardes del verano edificó un elegante balneario de aguas medicinales a la sombra de los olmos y los álamos. Se cuenta que Leopoldo estaba profundamente enamorado de Clara, su mujer. Para ella erigió el famoso templete que da cobijo a la Fuente Agria; también diseñó un deslumbrante jardín alrededor de la villa, repleto de todo tipo de flores: rosas, azucenas, claveles, narcisos, violetas, adelfas, lirios, hortensias, peonias, camelias, magnolias y dalias de infinitos colores. Por desgracia, Clara falleció de forma prematura. Leopoldo decidió enterrarla en el jardín que había creado para ella. La finca fue heredada por Oswaldo Meyer. Hoy día, aún la disfrutan sus herederos.

La vida de Alberto Meyer-Orth sufrió un cambio radical con el estallido de la Primera Guerra Mundial. En el verano de 1914, las tropas alemanas atacaron las doce fortalezas que protegían Lieja, su ciudad natal. Sus gruesos muros de hormigón no fueron capaces de soportar el impacto de los morteros Krupp de 420 milímetros y los Skoda austriacos de 305 milímetros. Tras una heroica resistencia de diez días, la ciudad cayó en manos de las tropas del káiser. Después le tocó el turno a Bruselas y a Lovaina. Finalmente, todo el país fue invadido por los germanos. Aquella brutal agresión sería conocida como la “violación de Bélgica”. Alberto sintió la llamada de la patria y se alistó en el ejército belga a finales de ese año.
La Primera Guerra Mundial fue una guerra de trincheras. En los primeros compases del conflicto se siguieron los cauces habituales: cargas a pecho descubierto contra el enemigo; pero la aparición de las ametralladoras y las granadas de fragmentación obligaron a los ejércitos a refugiarse en trincheras. Sencillamente no había quintas de reclutas para reemplazar a los soldados muertos, ni hospitales suficientes para atender a los heridos, ni ánimo para soportar la imagen de tantos mutilados. Los combatientes quedaron varados en una guerra de posiciones. Entre las trincheras y las alambradas de espinos de los contrincantes quedaba un terreno fantasmagórico cubierto de embudos gigantescos provocados por los obuses; allí quedaban los cadáveres resecos como momias, junto a sus armas y a los jirones de sus uniformes. Alberto Meyer-Orth combatió durante cuatro años, tiempo suficiente para aprender que son los pequeños detalles los que deciden la suerte de uno. Sobrevivió a los asaltos suicidas a las posiciones alemanas, a la gripe española, a los francotiradores, al hambre y a la niebla mortal de los ataques de gas. Como recompensa a su tenacidad y a su heroísmo en combate, fue condecorado con la Cruz de Guerra del Reino de Bélgica.
La fortuna de Alberto Meyer-Orth declinó al final de la guerra. Fue diagnosticado de paludismo. En principio, todo hacía suponer que su cuerpo joven y robusto podría resistir con ayuda de quinina, pero con el tiempo surgieron complicaciones y la enfermedad derivó en un paludismo severo. Consciente de que ya le quedaba poco tiempo, Meyer-Orth decidió pasar en Mestanza los últimos meses de su vida. Se instaló en una casa situada en el número dos de la calle de la Paz, esquina con la calle del Calvario. Falleció el 4 de octubre de 1928. A su entierro asistió su hermano Oswaldo y algunos vecinos del pueblo. Sus hermanas Juana y Margarita vivían en Bruselas, y Ana Luisa y Alicia en Berlín, por lo que no pudieron acudir. En su lápida se grabó el siguiente epitafio:
Alberto Meyer-Orth
Condecorado con la Cruz de Guerra
1888 – 1928
R. I. P
