Epidemias, plagas y tormentas

          La actual pandemia de coronavirus nos recuerda, una vez más, que la naturaleza es siempre ajena e inhumana. En ocasiones, incluso diabólica. El culto a la naturaleza es una invención moderna. Nuestros antepasados no entraban en éxtasis con los colores encendidos del amanecer, ni con las lágrimas de rocío sobre las hojas, ni con los reflejos argentinos de una bandada de grullas. Ninguna de estas visiones les transportaba a lo más profundo de su ser. Ante ellas no les asaltaban los grandes misterios de la existencia. Su relación con el entorno era demasiado cercana. Sabían que una epidemia de malaria, una plaga de langosta, una repentina ola de frío o la caída de un rayo podían arrebatarles la cosecha, el ganado e incluso la vida. Sin piedad.

          La malaria -o paludismo- eran más conocidos con el nombre de tercianas. En Mestanza tenía un carácter endémico. En su descripción del pueblo, el Diccionario de Pascual plaga langostasMadoz (1826) señala: “Situado en una colina de cerros, es de clima templado, reinan vientos sur y oeste, y se padecen tercianas”. Muchos documentos se hacen eco de una triste alternancia de las epidemias de tercianas y las plagas de langosta. Esta plaga bíblica asolaba Mestanza con asiduidad. En 1921, un naturalista ruso llamado Uvarov descubrió que las langostas son saltamontes que se han vuelto locos. Durante el verano, debido a la sequía, los saltamontes se apilan cerca de la comida disponible. Este hacinamiento los altera. Sus alas y élitros se alargan. Su color apagado se convierte en amarillo y rosa. Se inquietan, se excitan, se vuelven voraces. Ponen más vainas de huevos y sus tropas aumentan. Hasta que ya no son saltamontes. Son una plaga de langosta que bulle por los valles y oscurece el cielo. Las numerosas rogativas religiosas no impidieron la destrucción de cosechas y pastos; y las consiguientes hambrunas de la población.

          La provincia de Ciudad Real ostentaba el récord de muertes por rayos. Así lo aseguraba Fernando F. Sanz en su libro Valle de Alcudia (1967). Al llegar al quinto del Cañaveral el escritor se sorprendió al ver dos pararrayos en el cortijo. Eran los únicos que había visto en todo el término de Mestanza. En 1921 un rayo acabó con la vida de nuestro vecinorayo Avelino Pérez Vozmediano. Tenía solo veinte años. Se encontraba trabajando en el sitio conocido como Cerro Pozo cuando le sorprendió una fuerte tormenta eléctrica. Encontraron su cuerpo completamente carbonizado. En 1954, una tempestad de granizo, rayos y truenos envolvió la finca de Cabeza del Puerco. Llegaron los relámpagos. Y enseguida, los truenos. Todo se oscureció por un instante. El cielo se agrietó con fragor y los rayos irrumpieron entre las nubes. Caían como lanzas. Quebraron algunos árboles y sus ramas comenzaron a arder. Un rayo alcanzó a los jóvenes Josefa Ayuso y Avelino Castellanos, que murieron en el acto. Hubo ocho heridos que se salvaron de milagro.

          En la naturaleza no hay bondad ni maldad. Lo bueno y lo malo son conceptos humanos. Somos criaturas morales en un mundo amoral. La naturaleza va a lo suyo y un buen día dice aquí estoy y se cobra de golpe sus diezmos y primicias. Nuestros antepasados sabían que a la naturaleza no le importa si morimos o vivimos. La desgracia era tan común que estaban preparados para enfrentarla y seguir adelante en la lucha por la vida. Hoy hemos perdido esta filosofía. Y como dijo el poeta, sólo más tarde comprendemos que la vida iba en serio.