Dedicado a mi tío Higinio, relojero.

El 13 de octubre de 1953, martes, una explosión de grisú dejó once muertos en el pozo Calvo Sotelo. Quienes lo vivieron recordaban un torrente de fuego recorriendo las galerías. Todo ardía. Tras largas horas de esfuerzos y peligros, cuando por fin penetraron en las profundidades de la mina, pudieron ver los cuerpos cubiertos de heridas espantosas y exhalando un fuerte olor a carne quemada. Con todo, según contaban, lo peor eran los aullidos continuos de los heridos a consecuencia de sus pulmones abrasados. La subida de las víctimas fue lúgubre. En la boca de la mina, una multitud estremecida se descubrió al paso de aquella funesta comitiva.
La causa más evidente de los accidentes en las minas eran las explosiones de gas. Éste siempre está presente, en mayor o menor cantidad, en el aire de los pozos. El gas podía ser inflamado por una chispa durante las operaciones de voladura, por una chispa arrancada de la piedra por un pico, por una lámpara defectuosa o por unos fuegos que nacían espontáneamente, que ardían sin llama en el polvo del carbón y eran muy difíciles de apagar. Las grandes catástrofes que se producían en las minas, con más de una decena de fallecidos, solían ser motivadas por las explosiones; de ahí la creencia de que estas constituían el principal peligro para los mineros. En realidad, la gran mayoría de los accidentes se debían a los desprendimientos. Los mineros veteranos afirmaban saber por instinto cuando el techo se les podía venir encima. Un leve crujido de los maderos al curvarse era un aviso temible.

Mi abuelo Juanjo tenía 38 años cuando explotó el pozo Calvo Sotelo. Trabajaba como entibador en la mina La Extranjera, por lo que estaba muy expuesto a los derrumbes. Aquel día fatídico tomó una decisión trascendental: comprar un reloj de pulsera para que su hijo –mi padre- le recordara en caso de perecer en un accidente. Adquirió un Certina de carga manual: muelles, ruedas dentadas y volantes. Por fortuna, mi abuelo sobrevivió a la mina y pudo disfrutar del reloj hasta su muerte en 1997. Creo que le gustaba la rutina de darle cuerda todos los días. En la actualidad, en nuestro ajetreado mundo, dar cuerda nos supone un esfuerzo intolerable, así que el diseñador de relojes nos ahorra esta tarea. El Hamilton que me regaló mi mujer por mi cuarenta cumpleaños solo exige mover el brazo normalmente en mi actividad cotidiana para que el muelle real impulse el tren de ruedas automáticamente y las manecillas avancen con precisión.

El reloj de mi abuelo descansa hoy en mi mesilla de noche. A veces me quedo mirándolo, sorprendido por su mecanismo. Un muelle real, parecido a un caracol, impulsa un engranaje que, a su vez, hace que el volante oscile varias veces por segundo. Dicha oscilación es regulada por el llamado escape, que hace que las tres manecillas del reloj giren la amplitud del arco a una velocidad constante y diferente cada una de ellas. Pero lo que más me fascina es que es todo un superviviente. En un mundo donde la tecnología de más de diez años de antigüedad queda totalmente obsoleta, el viejo Certina del año 53 no resulta extraño en mi muñeca. La tradición y la artesanía de un reloj suizo siguen siendo importantes en el mundo de internet. Llevar un reloj mecánico sencillamente nos hace más humanos.
Decía Julio Cortázar que cuando te regalan un reloj también te regalan “el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa”. Es cierto. Y en mi caso lo es porque no me siento el propietario del reloj, sino un mero custodio hasta la siguiente generación. No es extraño que el último objeto de valor que conservaba Walter Benjamin en su huida de los nazis fuera un reloj antiguo, un recuerdo de familia. Como el reloj de Benjamin, el Certina de mi abuelo apela a mi instinto familiar y al anhelo por proseguir con su legado.