Historia de un reloj

Dedicado a mi tío Higinio, relojero.

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Castillete de la mina La Extranjera.

            El 13 de octubre de 1953, martes, una explosión de grisú dejó once muertos en el pozo Calvo Sotelo. Quienes lo vivieron recordaban un torrente de fuego recorriendo las galerías. Todo ardía. Tras largas horas de esfuerzos y peligros, cuando por fin penetraron en las profundidades de la mina, pudieron ver los cuerpos cubiertos de heridas espantosas y exhalando un fuerte olor a carne quemada. Con todo, según contaban, lo peor eran los aullidos continuos de los heridos a consecuencia de sus pulmones abrasados. La subida de las víctimas fue lúgubre. En la boca de la mina, una multitud estremecida se descubrió al paso de aquella funesta comitiva.

            La causa más evidente de los accidentes en las minas eran las explosiones de gas. Éste siempre está presente, en mayor o menor cantidad, en el aire de los pozos. El gas podía ser inflamado por una chispa durante las operaciones de voladura, por una chispa arrancada de la piedra por un pico, por una lámpara defectuosa o por unos fuegos que nacían espontáneamente, que ardían sin llama en el polvo del carbón y eran muy difíciles de apagar. Las grandes catástrofes que se producían en las minas, con más de una decena de fallecidos, solían ser motivadas por las explosiones; de ahí la creencia de que estas constituían el principal peligro para los mineros. En realidad, la gran mayoría de los accidentes se debían a los desprendimientos. Los mineros veteranos afirmaban saber por instinto cuando el techo se les podía venir encima. Un leve crujido de los maderos al curvarse era un aviso temible.

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Mi abuelo Juanjo (a la derecha).

            Mi abuelo Juanjo tenía 38 años cuando explotó el pozo Calvo Sotelo. Trabajaba como entibador en la mina La Extranjera, por lo que estaba muy expuesto a los derrumbes. Aquel día fatídico tomó una decisión trascendental: comprar un reloj de pulsera para que su hijo –mi padre- le recordara en caso de perecer en un accidente. Adquirió un Certina de carga manual: muelles, ruedas dentadas y volantes. Por fortuna, mi abuelo sobrevivió a la mina y pudo disfrutar del reloj hasta su muerte en 1997. Creo que le gustaba la rutina de darle cuerda todos los días. En la actualidad, en nuestro ajetreado mundo, dar cuerda nos supone un esfuerzo intolerable, así que el diseñador de relojes nos ahorra esta tarea. El Hamilton que me regaló mi mujer por mi cuarenta cumpleaños solo exige mover el brazo normalmente en mi actividad cotidiana para que el muelle real impulse el tren de ruedas automáticamente y las manecillas avancen con precisión.

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El viejo reloj Certina (1953).

El reloj de mi abuelo descansa hoy en mi mesilla de noche. A veces me quedo mirándolo, sorprendido por su mecanismo. Un muelle real, parecido a un caracol, impulsa un engranaje que, a su vez, hace que el volante oscile varias veces por segundo. Dicha oscilación es regulada por el llamado escape, que hace que las tres manecillas del reloj giren la amplitud del arco a una velocidad constante y diferente cada una de ellas. Pero lo que más me fascina es que es todo un superviviente. En un mundo donde la tecnología de más de diez años de antigüedad queda totalmente obsoleta, el viejo Certina del año 53 no resulta extraño en mi muñeca. La tradición y la artesanía de un reloj suizo siguen siendo importantes en el mundo de internet. Llevar un reloj mecánico sencillamente nos hace más humanos.

 

 

            Decía Julio Cortázar que cuando te regalan un reloj también te regalan “el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa”. Es cierto. Y en mi caso lo es porque no me siento el propietario del reloj, sino un mero custodio hasta la siguiente generación. No es extraño que el último objeto de valor que conservaba Walter Benjamin en su huida de los nazis fuera un reloj antiguo, un recuerdo de familia. Como el reloj de Benjamin, el Certina de mi abuelo apela a mi instinto familiar y al anhelo por proseguir con su legado.

Una tribu misteriosa

            Lehnert_Landrock_-_Ouled_Naïl_Girl_-_Algeria_-_1905El pueblo de Mestanza debe su nombre a la tribu bereber de los Mestasa, de la rama de los Baranis. Esta tribu habitaba (y aún habita) una franja costera al oeste de la bahía de Alhucemas. Allí, rodeado de chumberas, olivos, almendros y frutales, sigue existiendo un pequeño aduar llamado Mestassa. Apenas unas casas y una bella mezquita del siglo XIV que seduce por su poder de evocación. En 2004 un terremoto dañó su estructura y la fundación holandesa del Príncipe Claus donó 25.000 euros para restaurarla. Gracias a esta actuación, aun podemos admirar su blanca luminosidad, el fuerte contraste de sus tejados rojos y la sobria belleza de su minarete de almenas dentadas.

Este aduar es un tenue recuerdo de aquella tribu que el geógrafo El Bekri (1014-1094) citaba como una de las más importantes del Rif junto a los Temsamán, Bocoya, Gueznaya, Beni Urriaguel o los Kebdana. Nada hace pensar que de estas tierras partió un grupo de indómitos guerreros que campearían invictos por las tierras de Ispaniya. Pero lo cierto es que sus jinetes se contaron entre aquellos que acompañaron al caudillo bereber Tariq en el cruce del Estrecho (la montaña Yebel-Tariq, Gibraltar, le debe el nombre) en el año 711. Así lo narra el historiador Ibn Jaldun (1332-1406), quien destaca además la alta estima de que gozaron varios de sus miembros como Abd el-Karim el Mestaci o Abu Doleim Ibn Khattab, cuyos descendientes acabarían ocupando importantes cargos legislativos en Córdoba.

En pocos años los bereberes alcanzaron los valles de Alcudia y los Pedroches, MEZQUITAbautizando la región como Fahs al-Ballut (Llano de las Bellotas) por la abundancia de encinas. Nuestro fértil valle y sus ásperas sierras les recordarían su Rif natal. No en vano Ruiz Albéniz, en la descripción geográfica con que comienza su España en el Rif, describe aquellas tierras como semejantes a La Mancha y Ciudad Real. En esos primeros años de conquista, la tribu Mestasa se encontró con un poblado hispano-visigodo y tras someterlo le dio su nombre tribal. Así nos lo indica el geógrafo árabe Yaqut (1179-1229) en su Libro de los Países: “Mestasa, castillo del distrito de Oreto, de la provincia de Fahs al-Ballut, en que hay minas de azogue; y es nombre de una cabila berberisca”. Con el paso de los siglos la evolución fonética convertiría aquel “Mestasa” en el actual “Mestanza”.

Los bereberes se llamaban a sí mismos imazighen (“los hombres libres”). No es casual. Su principal seña de identidad era el rechazo a cualquier autoridad. Prueba de ello es que la región de Fahs al-Ballut se mostró hostil a todos los gobiernos, tanto al Califato de Córdoba como a los reinos de taifas de Sevilla y Toledo. Sus constantes rebeliones motivaron innumerables incursiones punitivas, entre las que destacó la expedición de castigo dirigida por Abd al-Rahman III en el año 912. Para defender su territorio, los bereberes erigieron numerosos castillos, torres y atalayas que erizaban todo el territorio. Los Mestasa construyeron el castillo en esta época y desarrollaron un urbanismo defensivo, con las casas apiñadas en la ladera oriental de la fortaleza, escapando de la llanura, con las calles retorcidas en pequeños laberintos al estilo de las medinas árabes. Es obvio que quienes construyeron el pueblo estaban preocupados por cómo resistir un asedio o hacerse fuertes en tierra enemiga.

El historiador Ibn Said (1213-1286) dijo de ellos: “Son unos pueblos a los que Dios ha distinguido particularmente con la turbulencia y la ignorancia, y a los que en su totalidad ha marcado con la hostilidad y la violencia”. Me gusta pensar que algo de ese espíritu rebelde aún persiste en nosotros. El espíritu de los imazighem, los hombres libres.

En el Barranco del Lobo


barranco loboLa mañana del 27 de julio de 1909 el pueblo de Mestanza
se preparaba para festejar, un año más, la festividad de su glorioso patrón San Pantaleón. En los carteles se anunciaba una fastuosa novillada con toros de don Germán Adán, vecino de la villa, con divisa encarnada y blanca. La faena correría a cargo de los espadas sevillanos Llaverito y Moreno, así como de los banderilleros cordobeses Serrano y Sordillo. En El ruedo ibérico, Valle Inclán describió así las fiestas de un pueblo situado “en los confines de La Mancha con Sierra Morena”: “con los calores, las calles eran bocanas de lumbre, y un agobio el aire con polvo de trillas y moscas tabaneras”. El escritor gallego concluía que aquellas fiestas eran “un alarde berebere”. Para el tema que nos ocupa, no anduvo muy afortunado Valle en su comparación. Esa misma mañana, como contrapunto a la alegría del pueblo, varios mestanceños estaban a punto de entrar en combate con auténticos bereberes del Rif. Mi bisabuelo Félix Núñez era uno de ellos.


El 27 de julio era martes. La brigada de Cazadores de Madrid
había completado sus cartel torosdesembarques el domingo 25. La tropa, mareada y encogido el ánimo, bajaba por las escalas de los buques entre aclamaciones del pueblo de Melilla. Una mala cena, un desayuno peor, un rancho igual de malo, la misma mala cena el lunes. Por la noche los
soldados pudieron ver las hogueras humeantes en la cumbre del Gurugú como un desafío, como un mal presagio. Se decía que la harca estaba quemando los cadáveres de los guerreros que no habían tenido tiempo de enterrar. Se esperaba una venganza de los rifeños, una nueva y más sangrienta acometida. La mañana del martes se dio la instrucción de avanzar hacia el Gurugú. La orden recorrió los seis batallones de la brigada como fichas de dominó cayendo en cadena. Se disponían a morir en la mañana de su tercer día en Melilla. Los que se iban a jugar el pellejo eran aquellos que no habían podido pagar las mil quinientas pesetas de la llamada “redención en metálico” por las que los hijos de las familias ricas se libraban del servicio militar.

Tras cuatro horas de marcha nocturna, las tropas fueron entrando en la trampa. Al alba, los españoles se vieron cercados por alturas cubiertas de tiradores rifeños. Suicida el avance, imposible la retirada. A la una de la tarde se alcanzó el Barranco del Lobo. Los soldados ofrecieron al enemigo una vistosa línea blanca (por el color de su uniforme de bisabuelorayadillo). A las 13:22, cegados por el sol de frente, la brigada penetró en el campo de la muerte: los 300 metros de distancia a las trincheras rifeñas que aseguraban a sus defensores un disparo fácil y preciso. De repente una lluvia de disparos brotó de las rocas. La harca utilizaba fusiles modernos (Gras, Lebel, Maúser) y alguno antiguo pero muy eficaz (el Remington cuya bala de 11 mm podía destrozar un cuerpo fácilmente). La matanza fue instantánea. El general Pintos, jefe de la brigada, fue de los primeros en caer de un pacazo en la frente. Durante una hora la brigada porfió por no rendirse, pero a las tres de la tarde la retirada se generalizó. Resultado: 153 militares muertos y casi 600 heridos. Mi bisabuelo estuvo entre los afortunados que lograron salvarse, gracias a lo cual estoy aquí contando esta historia. Sobre el terreno quedaron abandonados no menos de 110 cuerpos esperando a los salteadores rifeños. Durante varias noches pudo escucharse el susurro incansable de los muertos cuando el frío aire del Gurugú contraía sus rígidos diafragmas.

Al poco tiempo de regresar a Mestanza, mi bisabuelo se casó[1]. Tendría cuatro hijas y un varón[2], mi abuelo Juan José, que irónicamente acabaría recluido en un campo de trabajo cercano al Barranco del Lobo al terminar la Guerra Civil. Conservo una vieja foto de sus años en África, vestido con el uniforme de gala, el bigote de mosquetero, el puro entre los dedos y la mirada perdida en el horizonte. Trabajó en las minas de plomo y murió de silicosis una noche de agosto de 1926. Tenía tan sólo cuarenta años, la misma edad que yo al escribir estas líneas[3]. Fue el mismo año en que se incendió la iglesia del pueblo.

 

[1] Contrajo matrimonio con María Petronila Clemente Bastante el 1 de octubre de 1910.

[2] Petra (1912), Juan José (1915), María Teresa (1918), Rosalía (1921) y Juana (1924).

[3] Había nacido el 20 de noviembre de 1885. Murió a las diez y dos minutos de la noche del 25 de agosto de 1926.

Bandoleros carlistas: el ángel exterminador

          Con la muerte de Barba dio comienzo en Mestanza la primera guerra carlista[1]. Muchos guerrilleros que habían combatido contra los franceses en la Guerra de la Independencia volvieron a las armas en apoyo del pretendiente don Carlos de Borbón. Las gavillas carlistas, enardecidas por los párrocos, estaban formadas por campesinos, carpinteros, herreros, arrieros, carreteros, sastres; y por bandidos y salteadores que se amparaban en la impunidad de llamarse cruzados de la Causa o partidarios del Pretendiente. La sierra de Mestanza les ofreció un amparo inmejorable[2]. Todos eran expertos conocedores del terreno y de la táctica de la guerrilla y muchos habían sido héroes populares de la Guerra de la Independencia, como El Locho, Chaleco, Chambergo, Palillos, El Arcipreste o El Apañado. Entre todos ellos, brilló con luz propia el atroz Manuel García de la Parra, alias Orejita.

          OrejitaEn abril de 1835, justo un año después de la muerte de su correligionario Barba, el susodicho Orejita se plantó en Mestanza al mando de veintiún hombres mal uniformados, peor encarados y armados hasta los dientes. Tenía la sana intención de fusilar al artífice de aquel homicidio y, de paso, a un oficial retirado que pasaba por allí. Por suerte para ellos, Orejita apreciaba el dinero y se abstuvo de ejecutarlos por “la módica cantidad de 6.500 reales” que le ofreció el Ayuntamiento. Era la llamada “santa limosna”. En los años siguientes, Orejita caería sobre el pueblo como un ángel exterminador, ejecutando sin piedad a sus oponentes. La lista de asesinados que dieron con sus huesos en el cementerio municipal es apabullante[3]. Estaba claro que Mestanza era uno de esos sitios que, como dijo Germond de Lavigne, no se podía visitar sin haber hecho testamento.

          Uno de los episodios más sangrientos tuvo lugar en Calzada de Calatrava, su pueblo natal. Al llegar la famosa expedición del general carlista Basilio García al lugar, muchos liberales se refugiaron en la iglesia. Pío Baroja lo cuenta en Las aventuras del capitán Chimista: entre Orejita y el prior don Valeriano decidieron que era una vergüenza dejar a los cristinos tranquilos en la iglesia. Ante la negativa de los sitiados a rendirse los soldados carlistas entraron en ella e hicieron un montón de haces de leña, sarmientos, ramas y maderas de altares y retablos, lo encendieron y cerraron de nuevo las puertas. Al poco, por las ventanas de la iglesia, comenzó a salir un humo terrible y una explosión de gritos y lamentos de mujeres y niños.

– ¡Qué bien templado está el órgano! –dijo el ingenioso prior don Valeriano.

Los liberales comenzaron a tocar la campana, a pedir socorro desesperadamente y a decir que se rendían. Pero los carlistas, a todo el que aparecía por las ventanas y los tejados, le acribillaban a tiros. Finalmente se hundió la bóveda de la iglesia y perecieron ciento sesenta personas, en su mayoría mujeres y niños.

          199Su fama llegó a tal extremo que George Borrow, el célebre vendedor de biblias protestantes, expresó en su libro La Biblia en España su temor a “caer en manos de Palillos y Orejita”. En 1836 fue nombrado general en jefe de los ejércitos carlistas de La Mancha y Extremadura, con nueve mil hombres bajo sus órdenes. En 1837 fue proclamado brigadier del Regimiento de caballería de Cazadores de Carlos V. El Gobierno puso precio a su cabeza como en el lejano Oeste: se busca a Orejita vivo o muerto, recompensa: 6.000 reales. Mientras tanto, el cabecilla carlista ya había hecho de Mestanza su cuartel general, y paseaba por el pueblo como Perico por su casa protegido por el llamado Tercio Sagrado, una guardia personal compuesta de veinte fanáticos exreligiosos procedentes de los conventos de La Mancha. En 1837, ante el cariz que estaba tomando la situación, el Gobierno encargó al general liberal Ramón María Narváez el exterminio de los facciosos en La Mancha. Desde ese momento, la crueldad por ambas partes llegó a extremos impensables. Narváez fusiló a la madre de Palillos, que contaba ochenta y un años; el doctor Máximo García, en su libro Diario de un médico, advertía que “verá usted todavía diseminados por diferentes parajes huesos insepultos, que confundidos con los de los animales yacen sobre la tierra”.

          Finalmente, el 5 de octubre de 1838 moría Orejita en un combate cerca de El Hoyo de Mestanza. Varios mestanceños de su partida, como Basilio Serna o Pascasio Barrera, optaron por entregar las armas y acogerse al indulto del Gobierno. Los guardias urbanos de Mestanza, al igual que habían hecho con Barba, escoltaron el cadáver de Orejita hasta Ciudad Real para ser expuesto al escarnio público. Al salir de Almagro, fueron atacados por un grupo de carlistas que pretendían recuperar el cuerpo de su líder, pero los de Mestanza lograron rechazarlos. La noticia de su muerte se extendió por toda Europa. El periódico alemán Allgemeine Zeitung publicó en letra gótica el siguiente titular: «Auch der bekannte Orejita fiel am 1 in der Sierra de Mestanza den Truppen der Königin in die Hände, und wurrde erschossen». Es decir:

«El famoso Orejita fue el primero en caer en la Sierra de Mestanza tras ser rodeado por las tropas de la Reina, que le abatieron a tiros».

 

[1] La primera guerra carlista (1833-1840) enfrentó a los partidarios de la reina María Cristina, que defendía los intereses de su hija Isabel para suceder a Fernando VII, y los carlistas o partidarios de proclamar como rey a Carlos María Isidro, hermano del monarca fallecido. María Cristina fue regente desde la muerte de su esposo en 1833 hasta que fue destituida en 1840. Su apoyo a los liberales (también llamados cristinos) para rechazar las pretensiones de los carlistas originó la primera de estas guerras.

[2] La historiadora Manuela Asensio, en su libro El carlismo en la provincia de Ciudad Real (1987) señala que el término de Mestanza se hallaba “enjambrado” de facciosos, que se hicieron invencibles en sus sierras.

[3] En su magnífico ensayo Las gavillas carlistas en la jurisdicción de Mestanza (2016), Miguel Martín Gavillero enumera con precisión los asesinatos cometidos en Mestanza, El Hoyo y Solana del Pino.

Bandoleros carlistas: la cacería

En la primavera de 1834, tras varias semanas de cacería, la milicia urbana de Mestanza mató al bandolero carlista Eugenio Ibarba, alias Barba, en el sitio de la Jandulilla. Los días anteriores ya habían caído su lugarteniente Juan Díez Rodero y otros miembros de su partida, como el sanguinario José Manzanares, alias El Sastre. Pese a estar malherido en una pierna, Barba había logrado burlar a numerosas tropas procedentes de Sevilla y Fuencaliente que, desesperanzadas, optaron por retirarse dejando solos a los soldados de Mestanza. Lejos de arredrarse, el alcalde don Joaquín de Palma y Vinuesa continuó una persecución sin tregua acompañado de los tres urbanos de la villa –Juan Castellanos, Nicolás Larios y Antonio Rodríguez- y de una temible jauría de perros de caza. Estaba convencido de que “en su desesperación, [Barba] se dejará morir de hambre y cansancio antes que rendirse”. Cuando lograron acorralarle, el irreductible bandolero abrió fuego a discreción arrancando media chaqueta a uno de los urbanos. Después, aún pudo volver a emboscarse y ni siquiera los perros pudieron dar con él en todo el día. Finalmente, la mañana del 28 de abril, cayó abatido a tiros.

El alcalde emitió un lacónico comunicado: “Viva nuestra amada reina doña Isabel II. El famoso Barba ha sido muerto”. Las palabras del Gobierno fueron más retóricas:

BarbaLoor al digno regente de la villa de Mestanza. Se ha cubierto de una gloria que no se marchitará (…) porque ha purgado a esta provincia del monstruo que tantos daños ha causado, repartiendo por todas partes alarma y consternación (…) El valiente y digno alcalde mayor de la villa de Mestanza, don Joaquín de Palma y Vinuesa, no satisfecho con llevar los deberes que le impone su noble profesión de jurisconsulto (…), dejó el descansado retiro de su despacho, y empuñando las armas, voló ansioso de gloria a tomar parte en los campos del honor. Reunido con unos cuantos urbanos recorrió sierras, escudriñó montañas, y con una vigilancia incansable buscaba a los enemigos de nuestra augusta soberana y del reposo público. No infructuosas fueron sus vigilias, pues después de haber capturado al segundo jefe de la gavilla del furibundo Barba y otros de sus partidarios, dio la muerte a éste y trasladó su cadáver a esta capital.

Si don Joaquín de Palma hubiera sido norteamericano, tendría unas cuantas películas sobre su hazaña protagonizadas por John Wayne o James Stewart. Muchas leyendas del Far West como Billy the kid o Wyatt Earp son sombras al lado de Eugenio Barba o Joaquín de Palma. Y muchos sucesos casi mitológicos, como el tiroteo de OK Corral son juegos de niños en comparación con los combates entre los urbanos de Mestanza y los bandoleros carlistas. Pero es lo que hay. Valgan estas líneas para evitar que estos hechos heroicos se pierdan en el tiempo como lágrimas en la lluvia

Nombres antiguos

          Una de las tradiciones más arraigadas de Mestanza era la de escoger nombres peculiares y extraños, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos; algunos griegos, otros latinos, muchos de estirpe visigoda. El espléndido blog dextrangis recoge esta costumbre. Su autor fisgoneó en las lápidas del cementerio y apuntó los siguientes: Afrodisio, Albertano, Amadora, Amanda, Aniasia, Antigua, Asincrito, Atilano, Barbotina, Basilisa, Benigna, Brígida, Canuto, Cipriana, Constanza, Cristeto, Danilo, Desiderio, Desposorio, Dionisio, Domitila, Eladio, Eleuteria, Elexámpite, Emerenciana, Emeterio, Emperatriz, Enelina, Engracia, Epafrodito, Eulalia, Eulogia, Evasio, Exaltación, Facundo, Felipa, Florentina, Gasparo, Genara, Getulio, Graciano, Griselda, Heleodora, Heliodoro, Heraclio, Herminia, Hermógina, Higinio, Isabelino, Isidora, Isidra, Lamnilo, Lavoisier, Llorel, Magdesigildo, Marceliano, Maximina, Maximiano, Melanio, Melitona, Nabusiel, Octaviano, Olayo, Onésima, Orosia, Ovidio, Pantaleón, Patrocinio, Policarpo, Porfirio, Primitiva, Priscila, Purificación, Quiterio, Resurrección, Rufino, Saturia, Segismundo, Segundino, Sila, Silverio, Silvestra, Sipa, Teodosila, Teófilo, Ubaísla, Umbelina, Urcisina, Valeriano, Vedasta, Victorio, Vidala y Visitación.

          Los tiempos cambian y los nombres que antaño eran comunes hoy nos resultan singulares. Mi propio nombre, Félix, es buena prueba de ello. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), a principios del siglo XX era un nombre bastante común en la provincia de Ciudad Real, pues figuraba en el puesto 17 de los más usados. No en vano yo lo llevo por mi bisabuelo. Hoy nadie lo utiliza. El aplicativo del INE ni siquiera lo recoge entre los 200 primeros nombres. Este asunto me da pie para plantear la siguiente cuestión: ¿Cómo se llamaba el primer mestanceño cuyo nombre aparece registrado en la historia?

lápida            El sacerdote e investigador Luis Delgado Merchán, que escribió la monumental Historia documentada de Ciudad Real (1893), exploró minuciosamente el cerro del castillo y encontró numerosos vestigios arqueológicos. Entre sus hallazgos destaca un trozo de lápida sepulcral que nos ofrece un dato crucial: el primer mestanceño cuyo nombre nos es conocido. El difunto se llamaba Abu Mohámmed Abdalá, hijo de Soleimán. Es revelador que el primer nombre registrado en la historia de Mestanza pertenezca a un bereber. La lápida está encabezada por una palabra que probablemente sea el resto del versículo 109 del sura 18 del Corán, que dice: “Si el mar fuera tinta para las palabras de mi Señor, se agotaría antes que las palabras de mi Señor”. Las dos siguientes líneas corresponden al versículo 33 del sura 31: “La promesa de Allah es verdadera; que no te seduzca la vida del mundo ni te seduzca, apartándote de Allah, el Seductor”. La última línea es la que revela el nombre de aquel lejano bereber, que recorrió hace tantos siglos los mismos campos que hoy recorremos nosotros. Me gusta imaginarlo al amanecer, cuando los primeros rayos de sol despuntaran por la sierra de la Alberquilla, escuchando la voz monótona de un almuédano ciego: Allahu akbar, Alá es el más grande.

(Publicado en el Catálogo de Fiestas de 2018)

 

 

 

El trienio liberal (1820-1823)

          La historia de Mestanza registra chivatos y soplones desde hace cuatro siglos. La primera delación de la que tenemos constancia data de 1619, cuando un vecino del pueblo (presumiblemente de origen judío) encontró colgado de su puerta un cartel acusador con la cruz roja de San Andrés que rezaba: “Ya está aquí la información, ahora falta el sambenito”[1]. Las últimas grandes delaciones las encontramos en la Guerra Civil (1936-1939), donde gente de uno y otro bando apuntaron con el dedo antes de hacerlo con la pistola. Entre medias nos encontramos con la curiosa acusación del voluntario realista Juan Antonio Ruiz, que en el verano de 1824 presentó un prolijo expediente denunciando las acciones llevadas a cabo por varios vecinos constitucionales durante el Trienio Liberal (1820-1823).

garrotazosLa aprobación de la Constitución de Cádiz en marzo de 1812 fue el origen del problema de las “dos Españas” que aún hoy sigue coleando. De una parte, estaban los llamados liberales, partidarios de la Constitución y de las ideas progresistas de entonces: limitar el poder de la Iglesia y la nobleza, con una monarquía controlada por un parlamento. De la otra, los realistas, partidarios del trono y el altar a la forma tradicional. Al terminar la Guerra de la Independencia, el rey Fernando VII anuló la Constitución, disolvió las Cortes y empezó a ajustar cuentas. La represión fue bestial y acabó con la inteligencia ejecutada, exiliada o en presidio. No obstante, en 1820, la tropa que debía embarcarse para combatir en Perú al mando del general Riego, se sublevó contra el absolutismo e hizo tragar quina al “rey felón”, que se vio obligado a declarar: “Marchemos todos, y yo el primero, por la senda constitucional”. Se abrió así el llamado Trienio Liberal que acabó como el rosario de la Aurora. El gobierno liberal fue un despropósito y sus excesos hicieron actuar a las potencias europeas, que enviaron un ejército francés –los 100.000 Hijos de San Luis- para restaurar el orden absolutista. Entonces vino una nueva represión, más brutal aún que la anterior.

          El expediente de Juan Antonio Ruiz denunció a los tres alcaldes liberales que tuvo Mestanza durante el Trienio. A Cristóbal Rodríguez (alcalde en 1821) por salir a perseguir con la milicia voluntaria del pueblo a los guerrilleros de la partida realista de Pedro Zaldívar, alias el Cabrero, que andaba merodeando por la sierra. A Víctor Ramos (alcalde en 1822) por reunir gente armada para marchar a la caza del guerrillero realista Manuel Adame, alias el Locho, ya que decía conocer el sitio donde éste se guarecía. A Manuel Rodríguez (alcalde en 1823) por quitar los barrotes de la cárcel del pueblo y utilizar el hierro en los balcones de varias casas de su propiedad. Además, denunció al maestro Nicolás García de Aranda por ser un “exaltado constitucional” y por amenazar con dar parte al coronel liberal Francisco Abad, alias Chaleco, para que “viniese a degollar a todos los servilones” que se paseaban por las calles del pueblo con el retrato del rey. Al procurador síndico[2] Bartolomé Herráez por decir: “Ya hemos salido del poder del gobierno tiránico que nos dominaba. Ya gozamos de la libertad de ciudadanos que nos da la Constitución”. Al médico Ramón Paulino Arenas por declarar: “Si yo fuese el que mandase, mandaría cortar la cabeza a ese pícaro de Lasso”, refiriéndose al guerrillero realista Francisco Lasso de la Vega, que fue capitán de la partida de “Los Leones Manchegos”. Al capitán retirado Antonio de Marcos por decir que: “era menester degollar veinte o treinta de cada pueblo de los que no querían la Constitución”, por manifestar que: “era menester matar al rey Fernando porque no guardaba y defendía el juramento que tenía prestado a favor de la Constitución”, y por exclamar: “¡Maldita sea la madre que parió a Fernando!”. Al presbítero Joaquín Ramírez por “revolucionar al pueblo” para que linchase en la plaza al anterior alcalde realista. Al escribano José Correal por guardar en su casa los fusiles y las municiones de la milicia voluntaria. Al jefe de la milicia voluntaria Benito Limón, por intentar asesinar a un individuo realista llamado Hidalgo; al guardia mayor del Valle de Alcudia Cristóbal Camacho por dar licencias para cortar leña solo a los vecinos que declarasen contra sus paisanos realistas. Por último, también denunciaba a varios chivatos del bando liberal. A Antonio Limón, que era sangrador del pueblo, por delatar a un vecino que dijo “que venían los rusos a favor del rey”; a Bartolomé Buendía, que fingía estar dormido y se levantaba en mitad de la noche para espiar las reuniones de los realistas en casa de su amo; y a Manuel Camacho, que denunció al realista Pascual González por decir que “se cagaba en la Constitución y en quien la había inventado”.

          Desconozco el destino de los acusados, pero me temo que no fue feliz. Las penas promulgadas en 1824 para los liberales hacen pensar en varias condenas de muerte.

 

[1] El sambenito era una prenda con forma de gran escapulario que la Inquisición ponía a los condenados por delitos de carácter religioso. Llevaba bordada la cruz roja de san Andrés.

[2] En el Ayuntamiento, encargado de promover los intereses del pueblo, defender sus derechos y quejarse de los agravios que se le hacían.

 

Eugenio Noel

          Hoy nadie recuerda a Eugenio Noel. Pero durante el primer cuarto del siglo XX fue uno de los escritores más famosos de España. Nació en Madrid en 1885 en el seno de una familia humilde. Noel pudo estudiar en un seminario gracias a una aristócrata en cuya casa servía su madre. Pronto perdió la fe y comenzó su carrera como periodista bohemio. Tuvo una relación con la cantante María Noel, que le dio el apellido para su seudónimo e inspiró su novela Alma de santa. En 1909 se alistó voluntario para luchar en Marruecos. Sus artículos sobre la campaña de África en el periódico España Nueva, recopilados en el libro Notas de un voluntario, le valieron una condena a prisión en la cárcel Modelo. Pero lo que realmente hizo famoso a Noel, su verdadera razón de ser, fue su feroz oposición en contra de la fiesta de los toros. Esta obsesión le llevó a un interminable peregrinaje por España y América, dando cientos de conferencias antitaurinas y acudiendo a todas las plazas para denunciar el espectáculo desde la barrera.

eugenio-noelAborrezco que se torture a un animal. También, como dijo alguno, prefiero a una piara de cerdos a un consejo de ministros. Pero con las corridas de toros hago una excepción. Cada cual tiene sus contradicciones, y una de las mías es que me gusta el espectáculo de un hombre valiente frente a un animal noble. Dicho esto, no me cabe ninguna duda de que Eugenio Noel era más valiente que treinta toreros juntos. Hoy en día es fácil ser antitaurino, pero hace un siglo era un boleto para ser linchado con premio seguro. Era la Edad de Oro del toreo. Las corridas de toros tenían una resonancia y una trascendencia que hoy no tienen. La noche después de una buena corrida y toda aquella semana no se hablaba de otra cosa. Era la época de Rafael el Gallo, de Joselito y de Belmonte. Una buena faena era relatada una y mil veces por los labios trémulos de los aficionados, que simulaban el pase culminante en las tabernas, en las tertulias del café o bajo un farol en medio de la calle.

          Los encierros de Mestanza recibieron los dardos de Eugenio Noel. En 1924, publicó el libro España nervio a nervio, donde narra su conversación con unos arrieros del Valle de Alcudia. Hablan de las mujeres de Abenójar, del gazpacho, de las gachas, del pisto. Llegados a un punto discuten sobre cuál es el mejor queso manchego y uno de ellos zanja la cuestión: “Sin la hierba de cuajo que traen las ovejas de Sierra Morena no hay queso manchego”. Y salta otro arriero:

– La Sierra Morena… ¿No ha estado alguna vez en Mestanza, por Puertollano?… Allá   empieza la Sierra. Y allí sí que son bestias, Dios santo, barrigones de sesera y retorcidos como rabo de cerdo. Por San Pantaleón, los que van al unto del bodorrio ofrecen a las novias matar el toro de un estacazo. Pero de un estacazo solo, no vaya a imaginarse de bulto que el toro necesite dos.

          No es de extrañar que Noel fuera objeto de múltiples agresiones, insultos y persecuciones en diversos pueblos de España. Si no murió apaleado fue, sin duda, por su apariencia pintoresca que llevaba a la risa. González Ruano le recuerda con un aspecto físico a lo Balzac, con grandes melenas de un negro atroz y rizoso, bigote caído, camisola escotada, capa italiana y zapatos de charol. En cierta ocasión, el público de Valencia comenzó a increparle y exhortó a El Gallo a que le brindara un toro. Lo hizo con Amargoso al que cortó una oreja que lanzó a Noel. Más tarde, el escritor le preguntó a El Gallo si no le guardaba rencor por sus escritos. La respuesta del matador fue demoledora: “A mí los toros, la mayoría de las tardes, me gustan menos que a usted”.

          Eugenio Noel murió pobre y olvidado en un hospital de beneficencia de Barcelona. Corría el año 1936, poco antes de comenzar la Guerra Civil. El vagón que traía su cadáver de vuelta a Madrid se perdió en una vía muerta de la estación de Zaragoza.