Cuando llegaba el tiempo de la siega, los hombres se dirigían con sus hoces a los campos de trigo y de cebada. La jornada empezaba temprano, para evitar los calores del verano. Entonces, las cuadrillas de segadores comenzaban a avanzar por los prados como un ejército implacable. Con una mano cogían la mies y con la otra la cortaban. Y así durante horas, con movimientos recios y acompasados. La mano que cogía la mies se protegía de los cortes de la hoz con dediles de cuero. Cuando tenían un manojo lo dejaban en el suelo. Los atadores marchaban tras ellos haciendo gavillas con los manojos y atándolas con cuerdas de esparto para formar los haces. En las horas de fuerte calor, el sudor que los inundaba producía un agradable frescor, y el sol les quemaba la espalda, la cabeza y los brazos descubiertos hasta el codo. Por todos los lados aparecían niños llevando hatillos de pan y gazpacho. También botijos con la boca y el pitorro cuidadosamente tapados por una redecilla. Los hombres no creían haber tomado una bebida más agradable que aquella agua con regusto a anís. Ahora podían enjugarse el sudor y respirar a pleno pulmón, admirando el nuevo aspecto que ofrecía el prado. Se extendía ante sus ojos un gran espacio segado, con alineados haces de olorosa mies, resplandeciente bajo el sol.
Tras la siega venía el tiempo de la trilla. Había muchas eras para trillar alrededor del pueblo: las del Manzanillo, las del Telégrafo, las del Cementerio… pero las más famosas eran las que había al final de la calle del Charco, donde yo tanto jugué durante mi infancia. Los hombres hacían la parva tendiendo la mies sobre la era. Después, una yegua tiraba del trillo quebrando la parva y separando así el grano de la paja. En ocasiones, dejaban a los niños montar en el trillo, pues disfrutaban dando vueltas como en un tiovivo, azuzando a las bestias y sacudiendo el látigo en el aire. A veces, corrían tanto que el trillo se salía de la parva y rozaba la tierra con las púas y las chinas de la tabla. Lo cierto es que era un trabajo tedioso y los trilladores se quedaban adormecidos de dar vueltas y más vueltas al trote cansino de las yeguas, bajo el calor riguroso del verano. Como dijo un poeta: “Crujen los trillos, salta la gavilla, dormitan los gañanes”[1].
Al primer anuncio de brisa ya estaban aventando. Las eras se situaban en montículos elevados para poder coger todo el viento posible. Los hombres cogían la parva con el bieldo y la lanzaban al aire. El viento hacía lo suyo, dejando caer el grano en un montón y llevándose la paja a otro lado. Después los animales cargaban los costales de cereal para ser guardado en las trojes.
La vida en Mestanza no era fácil. Salir adelante constituía un ambicioso propósito ante unos medios escasos. El trabajo era desbordante. Se han llegado a contabilizar más de cuatrocientas decisiones en la sucesión de labores que iban desde la siembra del trigo hasta su almacenamiento en el granero[2]. Donde se aprendía era en el campo -no en la escuela-. Trabajando desde pequeños y observando a los mayores y a su alrededor. La observación atenta y minuciosa de cuanto les rodeaba era la herramienta más valiosa con que contaban nuestros antepasados. A su alrededor no había más que señales. El color de la mies, el vuelo de los pájaros que presagiaba lluvia, el movimiento de las nubes. Su ojo no descansaba. Eran ávidos lectores de la enciclopedia natural que les rodeaba. Y no la leían sólo con los ojos. Su conocimiento se construía con todo tipo de percepciones. Vista, oído, olfato, tacto, gusto. Era el cuerpo en su conjunto el que percibía. Un conocimiento corporizado. De ahí las unidades de medida que utilizaban: el manojo, la brazada, el pie, la pulgada.
Cuando llega el verano, las tardes se alargan por el cielo. El grillo recibe el canto de la cigarra. Caminamos por el rastrojo y cruje. Pero ya no vemos los instrumentos del verano. Las horcas, las palas, los bieldos, las carretas con sus varales. El sol inclemente de julio ya no encuentra trillos deslizándose sobre las eras de Mestanza.
[1] José Antonio Muñoz Rojas. Las cosas del campo. Editorial Pre-Textos. Valencia. 2007. Primera edición de 1950.
[2] Jan Douwe van der Ploeg. “El proceso de trabajo agrícola y la mercantilización”, en Ecología, campesinado e historia. Eduardo Sevilla Guzmán y Manuel Luis González de Molina Navarro (eds.). 1993.