Los bares de Mestanza

Los bares son un invento moderno. Hasta mediados del siglo XX, el ocio no estaba entre las prioridades de nuestros antepasados. Apenas les llegaba para comer y sus momentos de diversión se restringían a las fiestas patronales, al Carnaval, a San Damas, al Hornazo y poco más.

Durante siglos, el único lugar donde ir a tomarse unos vinos fue la vieja Taberna del Concejo, en la calle de la Carnicería, donde hoy se levanta la Casa de Cultura. No es casualidad que en este mismo lugar se fundara, en 1905, el Círculo de Recreo. Los primeros socios eran gente con cierto poder adquisitivo, ganaderos y labradores que poseían alguna finca. En 1928, el Círculo de Recreo se trasladó a la calle Salud, donde hoy se encuentra el Casino. En este sentido, podemos afirmar que el Casino es el bar más antiguo de Mestanza. Desde entonces, sólo ha cerrado en una ocasión. Fue en 1936, poco antes del inicio de la guerra civil, cuando el alcalde procedió a su clausura por ser considerado un lugar subversivo donde se discutía continuamente de política. Bajo la cornamenta de un ciervo hay una vieja mesa hexagonal para jugar a las cartas. Nos trae el recuerdo de nuestros abuelos mineros, de los serranos que llegaban con el frío, de las partidas de truque al calor de la estufa. El Casino nació cuando reinaba Alfonso XIII y hoy sigue en pie gracias a Antonio y a Tere, que lo regentan desde hace más de cuarenta años. Es nuestro bar centenario. ¡Que viva cien años más!

Cerca de la plaza había dos tabernas: el mesón de la tía Presenta, con sus botellas de anís de Rute y sus fotografías de toreros —Bombita, Machaquito, Manolete—; y el mesón de Santos Félix. El libro Valle de Alcudia (1962) describe sus techos de madera ennegrecidos por el humo y los años, las paredes cubiertas de colleras, bozales y albardas, una cantarera con dos vasares y el calendario de anís La Praviana como único adorno. Santos Félix era descendiente directo de Paulino Félix, un bandolero famoso por tener seis dedos y por haber asaltado dos diligencias en el mismo día en la venta del Judío, cerca de Almuradiel.

Los más viejos del pueblo aún recuerdan el baile de Alcaracejo, donde alguna vez bailaron mis abuelos a la luz tenue de carburos y candiles. A mi abuela le encantaba bailar, pero mi abuelo necesitaba varios vinos para tirarse al ruedo. Alrededor de la pista se sentaban las madres para vigilar que no se arrimaran a sus hijas más de la cuenta. La vigilancia era tan estrecha que los novios solían apagar de un soplo la llama del candil para entorpecer la labor de sus futuras suegras.

En los años cincuenta, con la mejora de la situación económica, se produjo en Mestanza una explosión de lugares de ocio. Incluso se abrió un cine —el cine de Leo— donde ponían pelis de flamencos y toreros en sesión doble. En ocasiones, el tío Leo tenía unos llenazos extraordinarios, con proyecciones de hasta cuatro días por semana. La gente chinchorreaba acerca de sus ganancias y algún vecino se acercaba a preguntarle: «Tío Leo, ¿cuánto ha ganado usted esta semana?» El tío Leo, que era más listo que el hambre, respondía: «Pregúntaselo al pueblo, que es quien me lleva las cuentas».

Durante esa época proliferaron los salones de baile con el nombre de sus dueños —Getulio, Pepillo, el Pescadilla— y, por supuesto, los bares, también con el nombre de sus dueños —del tío Leo, de Dulce, de Calixto, de Caraba—. El bar Las Peñas, también conocido como el bar de Desi, era donde iban los maletillas a desayunar y a dejar sus bártulos. Muy famosos fueron el bar de la Chencha y el Oeste. El Oeste estaba siempre lleno de mineros, pues ganaban más dinero que los hombres del campo. Según cuentan era un buen bar, pero algo dado a las pendencias. No era raro ver las mesas y las sillas volando como en el Salvaje Oeste. Hubo otro bar, cuyo nombre no voy a poner aquí, que alcanzó mucha fama por sus aperitivos de conejo. Llegó a tener mucha afluencia de vecinos hasta que alguien se percató de que apenas quedaban gatos en el pueblo…

Con la emigración de los años sesenta y setenta cerraron los bailes y el cine, pero los bares no sólo resistieron sino que incrementaron su número. En esta época nació el bar Los Arcos, que merece una mención muy especial. Los Arcos es un lugar legendario. Fue fundado en 1971 por Marceliano y Teresa. Durante muchos años lo llevaron sus hijos Fernando y José Manuel. Hoy lo lleva José Manuel con su mujer Agus y su hijo José Ramón. Debe su nombre a dos arcos de medio punto, hoy desaparecidos, que había en su interior. Nació como sala de espera de los viajeros que esperaban el autobús de Rivilla en la plaza del Calvario. Sus techos y zócalos de madera, los faroles sobre la barra y las cortinillas de tela oscura le confieren un ambiente de mesón antiguo, tenue y acogedor. El espíritu cazador impregna todo el bar. Un cartel anuncia: «Se vende rifle Remington 700». Hay un perchero con pezuñas de jabalí y varios trofeos de macho cabrío, de corzo y de muflón. Un paisano mira la tele, donde ponen el canal de caza. Otro juega a las tragaperras. Cuatro amigos echan un truque, golpean la mesa y doblan los naipes al grito de envido y retruque. El viento agita la cortinilla antimoscas. El tintineo metálico de los palitroques recuerda que el verano ya está cerca. En la cocina, José Manuel da vueltas y más vueltas a una sartén de migas. Ya ha pasado más de medio siglo desde su fundación, pero Los Arcos sigue conservando ese espíritu de encuentro y acogida de las gentes que esperaban la viajera.

De mi infancia en la calle del Charco recuerdo la bodeguilla El Furtivo —el bar de Rafa— que ofrecía «vino barato y cerveza para la juventud» y el bar de Panta, con sus tapas de conejo al ajillo y tiznao. Durante los años noventa —los años de mi juventud divino tesoro— la oferta era espectacular. Gila abría el pub Lenon en invierno y, después de la Romería, el kiosko del Pocillo y el bar de la piscina, donde jugamos tantas y tantas partidas de mus. Porfirio tenía un bar pequeñito —el bar de Porfi­— en la calle Carnicería, al lado de la posada de Santos Félix. Luego abrió la discoteca Globos y La Quintería. ¡Cuántas noches de verano en La Quintería! ¡Cuántas partidas de futbolín! ¡Cuántas veces sonó La Flaca aquel verano del 97! Da vértigo pensar que ya han pasado 25 años… A la entrada del pueblo estaba El Quijote y en la calle del Calvario estaba el Taranto —heredero del bar de Caraba—, especializado calderetas y salaos, manjares pastoriles por excelencia. En sus mesas acumulábamos los botellines de Mahou como trofeos de guerra. Eran los tiempos en que costaban cien pesetas —sesenta céntimos al cambio—, así que hagan la cuenta…

Casa Gila abrió en la Nochevieja de 2003. Es un bar luminoso, alegre, que recibe a porta gayola a los parroquianos que bajan de la iglesia. Sobre la barra de piedra hay un bello tejadillo de madera con faroles de hierro. Los carteles taurinos de San Pantaleón, una foto dedicada de Sánchez Puerto —el matador de Cabezarrubias— y otra de Antoñete, no dejan lugar a dudas: Gila es un gran aficionado al arte de Cúchares. Un retrato del mítico Camarón y un póster del Real Madrid de cuando Di Stéfano era entrenador nos dan una pista de sus otras pasiones. Dentro del bar suenan los Eagles mientras Isabel prepara una de sus famosas paellas. Fuera del bar, cae el sol de la mañana sobre la plaza, la terraza está a rebosar de gente, de risas, de conversaciones… Vuelan los botellines y las tapas—champiñones en salsa, tumbalobos—.

¡Cuántos momentos de felicidad les debemos a nuestros bares!

BIBLIOGRAFÍA: Mestanza entre la historia y la leyenda, de Rafael Muñoz «Falín».

Santiago Vozmediano, un mestanceño en el Atleti

Santiago Vozmediano Herrera, alias Chiquituco, es el mestanceño que más alto ha llegado en el mundo el fútbol. Nació en la calle de la Iglesia el 5 de enero de 1913. Era hijo del sastre del pueblo, Antonio Vozmediano, y de Cesárea Herrera, de origen extremeño. A los pocos años, la familia se trasladó a Madrid, concretamente al distrito de Tetuán. Santiago debutó en un equipo del barrio, el F.C. Deportivo Bellas Vistas; y debió destacar, pues al poco tiempo fue fichado por otro conjunto local, el Unión Sporting de Bellas Vistas. Tras jugar contra el Real Madrid en el estadio de Chamartín, fue fichado por el Castilla F.C., un equipo donde se fogueaba a futuras promesas. En un encuentro disputado contra el Atlético de Madrid, el entrenador rojiblanco -el húngaro Rudolf Jenny- quedó tan fascinado por nuestro paisano que le fichó de inmediato para el club colchonero.

El Atlético de Madrid se había fundado en 1903. Durante los años 20 fue un club amateur, es decir, que sus jugadores no cobraban nada por jugar. Como sucedía con los primeros clubs de fútbol británicos, esto era motivo de orgullo y les hizo ganar el apelativo de «el equipo de los caballeros». Fue en esta época cuando se inauguró el Stadium Metropolitano (1923), al final de la calle Reina Victoria, muy cerca de donde vivía Santiago Vozmediano. El amateurismo finalizó con el descenso del equipo a Segunda División en la temporada 1929-30. Fue muy sonada la mordaz esquela que publicaron los aficionados del Real Madrid en varios periódicos certificando la defunción de su máximo rival.

Santiago Vozmediano jugó en el Atleti dos temporadas, de 1932 a 1934. Bajo la batuta del entrenador inglés Fred Pentland, el club regresaría a la Primera División en 1934. Una alegría tras el terrible suceso acaecido del año anterior. En el verano de 1933, el Atlético de Madrid viajó a Argel para disputar varios partidos amistosos. La noche del 25 de junio, tras jugar contra el Racing Club, los jugadores salieron a tomar algo a un cabaré llamado Le Perroquet. Al salir del local, los colchoneros se encontraron con una pelea entre dos mujeres e intervinieron en la disputa. La mala fortuna quiso que apareciera la policía francesa (en aquella época Argelia era un protectorado francés) y detuviera a tres jugadores rojiblancos -José Castillo, Alfonso Martínez y Fernando Vigueras-. Al llegar a la comisaría, los gendarmes les propinaron una brutal paliza, pero con Vigueras se ensañaron especialmente: varios dientes rotos, fractura de los huesos frontal y occipital del cráneo, vaciamiento del ojo izquierdo y contusiones por todo el cuerpo. Ingresó de urgencia en un hospital, pero murió a las pocas horas a causa de las heridas.

La Guerra Civil sorprendió a Santiago Vozmediano en el club madrileño Agrupación Deportiva Ferroviaria, también de Segunda División. Al terminar el conflicto jugó en el Real Valladolid y en la Unión Deportiva Salamanca. En los años 40 se recicló como entrenador, pasando por varios equipos -Villanueva del Arzobispo, Alcázar de San Juan, Club Deportivo Mediodía-. Su vida posterior es un misterio. Solo se sabe que murió en Lorca (Murcia) el 26 de julio de 1996.

El Castor y otros bandoleros

Los bandoleros que camparon por las sierras de Mestanza durante la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) ofrecen una peculiaridad a los que ya tenemos cierta edad: sus nombres nos suenan de los relatos que contaban nuestros abuelos. A mi abuelo, que nació en 1915, no le quedaba tan lejos la historia de los Paulinos, de Feo Cariño o del Castor. Eran sus propios padres, tíos y abuelos quienes las habían presenciado y, en ocasiones, protagonizado.

Durante aquellos años surgieron innumerables partidas carlistas en nuestro territorio que tomaban el nombre de sus cabecillas: Manuel Trillo, Antonio Rabel, Jesús Trujillo, Amador Villar, Paulino, Feo Cariño, Telaraña, Rapilla, Pipiolo, Peco, Cheles, etc. Era habitual que una de estas cuadrillas atronara al galope por las calles del pueblo en busca de caballos, comida y dinero. El ayuntamiento puso vigías en el castillo y en la torre de la iglesia para prevenir esta plaga; un repique de campanas era la señal convenida para que los vecinos se aprestaran a esconder sus monturas y los sacos de cebada que guardaban en sus casas. Mientras tanto, la llamada milicia urbana y algunos vecinos armados tomaban posiciones para defender el pueblo del ataque carlista. En ocasiones, cuando la gavilla asaltante era pequeña, lograban repeler el asalto e incluso perseguir a los atacantes. Así acaeció el 13 de junio de 1873, cuando una partida de ocho jinetes al mando de un tal Antonio (a) Pipiolo exigió al alcalde que le entregara todos los caballos del pueblo; el alcalde se negó y Pipiolo acabó comprando de su dinero un par de fanegas de cebada. Pero otras veces, cuando la partida carlista era numerosa, no había nada que hacer. Es lo que sucedió el 7 de octubre de 1873, cuando Camilo Hervás (a) Feo Cariño y Bruno Padilla (a) Telaraña irrumpieron en el pueblo junto a unos 120 jinetes. Tras llegar a la plaza, detuvieron a la corporación municipal al completo y reunieron 1.980 reales, 25 fanegas de cebada, 100 panes, 5 caballos, un sello de timbrar, una caja de hojalata con utensilios de limpieza, 24 sábanas, 12 mantas, 12 fundas, 9 cabezales y un cuaderno. Por último, antes de huir a la sierra, pegaron fuego al registro civil. Tras el asalto de Feo Cariño, el ayuntamiento acordó en sesión extraordinaria proceder a la fortificación del pueblo y se publicó un bando para alistar 50 vecinos en la milicia urbana. De nada sirvió; el 27 de marzo de 1874 aparecieron unos 600 bandidos al mando del cabecilla Amador Villar y arramblaron con 62 fanegas de cebada. No extraña que, cuando llegó al pueblo la noticia del fin de la guerra, se acordara celebrarlo por todo lo alto con repiques de campana, salvas y festejos.

Los hermanos Bastante Navas, José y Castor, alias los Troneras, eran tíos de mi abuelo por parte de madre. En la madrugada del 26 de marzo de 1873, armados con escopetas, asaltaron la casa de Norberto Urrutia, médico del pueblo, y le robaron un par de caballos con sus monturas. Después se unieron a la partida de los Paulinos y cabalgaron sin descanso a través de Sierra Morena hasta llegar a Montoro, en la ribera del Guadalquivir. Su plan era secuestrar a tres terratenientes de aquel pueblo que se hallaban en el llamado molino del Madroñal. Al caer la noche irrumpieron en el molino doce o catorce miembros de la partida, pero solo encontraron a uno de los terratenientes, llamado Manuel Benítez Romero. Los Paulinos pidieron un rescate de cincuenta mil duros. Manuel Benítez les dijo, escandalizado, que aquello era imposible, que era todo su patrimonio; lo cierto es que escribió una carta a su familia solicitando la cantidad. Como es natural, su familia no pudo reunir más de treinta mil reales —mil quinientos duros—, que enviaron al sitio señalado para la entrega. Los bandoleros le dijeron que con aquello no tenían ni para pagar a sus espías, pero según parece, se quedaron con el dinero y soltaron a Manuel Benítez cerca de Bailén.

La partida de los Paulinos estaba compuesta mayoritariamente por mestanceños. Debía el nombre a su cabecilla Rafael Félix de Medina, alias Paulino, que era hijo de Paulino Félix, un afamado bandolero famoso por tener seis dedos y por haber asaltado dos diligencias en el mismo día —una que bajaba a Sevilla y otra que subía desde Granada— a la altura de la venta del Judío, cerca de Almuradiel. Rafael Félix de Medina había nacido en Villanueva de San Carlos —El Pardillo— en 1832. Tras establecerse en Mestanza, se casó en 1860 con Sandalia Adán y abrió una posada con mesón en la calle de la Carnicería. Sandalia regentó el mesón muchos años y en 1902 aún figuraba como propietaria de este. En 1962, un siglo después de su fundación, el mesón y la posada seguían en pie, con sus muros de piedra desnuda y sin labrar. Lo regentaba Santos Félix, descendiente del mítico bandolero.

El Pardillo. Iglesia de San Antonio.

Los Paulinos justificaban sus ausencias del pueblo haciéndose pasar por marchantes o diciendo que iban a cazar al monte o a hacer picón; tras cometer los asaltos o cobrar los secuestros, repartían el botín y regresaban a Mestanza para planear la siguiente operación. Por supuesto, todo el pueblo sabía quiénes eran y qué hacían. Además del cabecilla Rafael Félix (a) Paulino y de los hermanos Troneras, otros miembros de la partida eran Ramón Nogueras (a) Dongos y Gregorio Mazoretas (a) Rabanero. La descripción de la orden de busca y captura de este último es antológica: «Gregorio Mazoretas y Viñas, natural y vecino de Mestanza, viudo, jornalero, conocido con el apodo de Rabanero, de entre 46 a 48 años, de buena estatura, barba poblada, ojos pardos y ordinariamente enfermos y colorados, vestía con pantalón, chaleco y chaqueta de paño negro, botillos de becerro blanco y sombrero calañés».

Casa de don Juan (Torre de Juan Abad)

El 13 de octubre de 1873, pocos meses después del secuestro de Manuel Benítez en Montoro, se produjo el famoso robo en Torre de Juan Abad; una historia a caballo entre la realidad y la leyenda. No está claro si fueron los Paulinos o algunos miembros de esta partida en colaboración con otros forajidos los que asaltaron la casa de don Juan Tomás de Frías, un rico terrateniente de aquella localidad. Lo cierto, según mi abuelo, es que uno de los asaltantes era Castor Bastante, alias Troneras, alias el Castor, que como he indicado anteriormente era tío suyo. Caía la noche cuando una partida de jinetes irrumpió en Torre de Juan Abad, amenazando a los vecinos para que permanecieran encerrados en sus casas. Tras coger al alcalde como rehén, asaltaron la casa de don Juan Tomás de Frías y le exigieron que entregara todas las monedas de oro que tenía guardadas. Al parecer, don Juan negó poseer tal tesoro, pero los asaltantes derribaron paredes, rompieron cerraduras y forzaron candados hasta que dieron con él. Había tal caudal de monedas que fueron necesarias nueve mulas para trasportarlo. Es fama que, tras huir los bandidos, don Juan preguntó a sus criados si habían llegado a un odre concreto —el «pellejo del chirro»—. Estos le respondieron que no lo habían tocado, a lo que don Juan exclamó: «¡Bah, entonces seguimos siendo ricos!». Tras el robo, al verse hostigada por la guardia civil, la cuadrilla decidió separarse. El Castor huyó a Mestanza a galope tendido con los civiles pisándole los talones. Logró alcanzar el camino del puerto de Mestanza, pero su caballo cayó reventado por el peso de las monedas y por el esfuerzo de la cabalgada. En la llamada Piedra Gorda, se encontró con un pariente suyo, zapatero para más señas, que iba a Puertollano a comprar aperos. Al verse acorralado, decidió confiarle el botín para que lo guardara hasta su regreso. Finalmente, los guardias lograron apresarle en las afueras del pueblo y fue encerrado en el Penal de Cartagena. En la soledad del calabozo, El Castor pasó el resto de su vida soñando con el tesoro que le aguardaba en su pueblo. El recuerdo de las monedas de oro hizo menos crudos sus días y más livianas sus noches. Muchos años después, ya viejo y enfermo, el Castor regresó a Mestanza. Nadie sabía nada del zapatero ni del tesoro. Desesperado, vagaba por las calles como un alma en pena, preguntándose que había sido de su tesoro. ¿Acaso había perdido su vida en una mazmorra lúgubre para nada? Mi abuelo contaba como una mañana, en la penumbra del alba, un hombre caritativo le entregó una soga y le dijo: «Aquí tienes tu tesoro».

La Piedra Gorda

Aparte del Castor, nada más se supo del resto de bandidos que asaltaron la casa de Torre de Juan Abad. Se supone que muchos cayeron atrapados y muy pocos lograron escapar. Del cabecilla Rafael Félix (a) Paulino, se contaba que huyó a México con su parte del botín. No parece una historia creíble pero lo cierto es que su acta de defunción no figura en el archivo municipal. En el pueblo, se rumoreaba que la bella actriz mexicana María Félix era una de sus descendientes. Castor Bastante, alias Tronera, alias el Castor, no usó la soga que le dio su vecino; murió el 23 de julio de 1919, a los 74 años, de un cáncer de estómago. Según contaba mi abuelo, aquel hombre seco y nudoso como el tronco de una vid, era ya una leyenda en el pueblo.

Partida de defunción de Castor Bastante.

Para este artículo se han utilizado los magníficos estudios de Miguel Martín Gavillero titulados: Los Paulinos y Las gavillas carlistas en la jurisdicción de Mestanza; y el libro de Rafael Muñoz Romero titulado: Mestanza, entre la historia y la leyenda.

El Niño de la Mancha

(En colaboración con Matías Serna y Luisillo de Cáceres, presidente de la Peña Flamenca «La Soleá» de Marchamalo).

Agustín de la Serna, alias el Niño de la Mancha, alias el Bicho, fue un insigne cantaor flamenco y uno de los grandes artistas que ha dado Mestanza. Quienes le conocieron le recuerdan ya mayor, siempre con su sombrero de ala corta —la mascotilla—, un hombre afable y simpático que respiraba mundología. Agustín nació en la calle de la Cuesta el día 13 de marzo de 1911. Sus padres fueron Natividad de la Serna, labrador, y Victoria Bastante. En un casete grabado en 1993, Agustín reivindicaba un profundo orgullo por sus raíces: «Presumo yo de ser de Mestanza y de que me haya parido la señora Victoria en ese pueblo donde no se encuentra un tonto ni para un remedio». En ese audio recuerda sus años de juventud y en particular su primer amor: «Esa Inés que tan bien se portó conmigo y que yo me porté con ella regular. Tengo muchas ganas de pedirle perdón».

Aunque provenía de una familia humilde que trabajaba de sol a sol, las faenas del campo no estaban hechas para él. Se cuenta que sólo duró un día como peón caminero: «No vuelvo, madre—dijo al regresar a su casa— que querían acabar la carretera conmigo». También trabajó una temporada en un cortijo; los compañeros recordaban que se pasaba las tres horas de camino cantando por seguidillas o por soleares. A los serranos que venían de trashumancia les canjeaba un cante largo por una copa de anís. Fue un hombre autodidacta, un genio nacido de la necesidad. Así lo reconoció en una entrevista al periódico dominicano Listín Diario: «Es que el cante jondo se le mete a uno por to el cuerpo. Es algo que no se puede aprender porque eso no se lo da Dios a quien quiere».

Agustín descubrió muy pronto su vocación artística y decidió buscarse la vida en el mundo del cante. Nuestro paisano debutó en el teatro Calderón de Madrid en un espectáculo de variedades. En aquellos años, en el cante sucedía lo mismo que en el mundo de los toros: hasta que no triunfabas en la capital, no eras figura. Agustín lo tenía muy presente y solía repetir un símil taurino: «En los toros hay muchos que pegan pases y cuatro o cinco que torean. En el cante flamenco es lo mismo: un montón de gente chilla y dos o tres españoles cantamos, que no es lo mismo que chillar». Agustín conquistó los teatros madrileños de La Latina y Fuencarral, donde destacó por su voz profunda y sus letras cargadas de sentimiento. Quienes saben de flamenco admiran su marcaje de los tiempos, la elegancia en los remates, los bellos jilgueros, su entonación en los temples. Nadie quedaba indiferente cuando lo escuchaba cantar, por lo que no tardó hacer una gira por toda España bajo el nombre artístico del Niño de la Mancha.

Su época de esplendor llegó a finales de los años cuarenta, cuando realizó una gira de dos años por Argentina. La Biblioteca Nacional conserva varias obras de los años 1948 y 1949, grabadas en discos de pizarra. En ellas, acompañado por la guitarra de Paco Aguilera, Agustín canta por varios palos: fandangos, milongas, alegrías, tarantas, granadinas. Los estudiosos del cante jondo destacan su voz clara y limpia con unas facultades semejantes al Niño de Marchena («el maestro de maestros») o a Manolo el Malagueño. En aquella época crucial, cuando el cante jondo salió de su ámbito íntimo —de los rincones y de las tabernas— para alzarse en los grandes teatros y en las plazas de toros, Agustín de la Serna aportó su prodigiosa voz, domando el cante a su antojo y combinando la solemnidad con el artificio. En 1951 interpretó las canciones de la película El rey de Sierra Morena junto a la famosa pareja de bailarines Rosario y Antonio y la actriz Marujita Díaz.

En los años cincuenta actuó en la mítica Taberna Gitana —hoy llamada Torres Bermejas— y volvió a los teatros madrileños, pero su estrella se fue apagando y tuvo que buscar trabajo como portero. Pese a todo, en los años ochenta era reconocido como el cantaor en activo más veterano. Juanito Valderrama, Rafael Farina, Antonio Molina o Fosforito eran todos más jóvenes que él. En 1981 hizo su última gira por Miami, Puerto Rico y la República Dominicana para cantar en televisión junto al guitarrista uruguayo José Carbajal alias el Sabalero. Por desgracia, una afección bronquial le impidió actuar en el país caribeño. En Santo Domingo concedió una entrevista al periódico Listín Diario que lo presentó como «el más viejo de los cantaores flamencos». El periodista dominicano que realizó la entrevista quedó sorprendido con el humor «por los cuatro costados» de Agustín de la Serna; un humor que atraía a las mujeres como un imán: «Donde quiera que don Agustín se encuentre en esta capital, acuden a él bellas damitas en busca de su autógrafo y para charlar con él un rato».

Tras abandonar los escenarios, Agustín se retiró a Granada junto a su mujer Manola. Allí, cerca de las cuevas y las zambras del Sacromonte, vivió consagrado al arte flamenco. Nunca olvidó sus raíces, aunque echaba en falta algún reconocimiento por parte de sus paisanos: «El pueblo nunca se ha dado cuenta que ha tenido un artista de estas dimensiones y la categoría que yo creo que tengo. Y no tengo ninguna calle, que tampoco lo pretendo, aunque la tiene todo el mundo en esta Andalucía…. en cualquier pueblo (la tiene) cualquier descalzaperros que por aquí chilla…». Siempre tuvo palabras de elogio para Mestanza: «Yo he llevado siempre ese gran pueblo nuestro por todos los sitios donde yo he ido. Ese pueblo de Mestanza consta en todos sitios, como se merece».

Agustín de la Serna, alias el Niño de la Mancha, falleció en la ciudad de la Alhambra el 26 de octubre del año 2000 a los 89 años. Hasta el último día de su vida hizo gala de ese talante tan humano y personalísimo que siempre le caracterizó.

El alcalde Antonio Carrilero

           

La Segunda República española debió significar el triunfo de la democracia. Por desgracia, las derechas, las izquierdas y los nacionalismos periféricos se conjuraron para liquidarla desde el mismo año de su proclamación (1931). Durante todo el periodo republicano, los sindicatos anarquistas (CNT) desencadenaron sucesivas rebeliones violentas (en especial la revolución de Casas Viejas en 1933); en 1932 se produjo el absurdo y fracasado golpe de estado del general Sanjurjo; en 1934 el PSOE optó por la insurrección contra el gobierno de derechas (CEDA) en la llamada revolución de Asturias; ese mismo año se autoproclamó un estado catalán; por último, cuando una coalición de izquierdas (Frente Popular) encabezada por Manuel Azaña e Indalecio Prieto ganó las elecciones en febrero de 1936, un grupo de militares empezó a organizar la conspiración. Tras una primavera plagada de desórdenes públicos por ambos bandos (asesinatos políticos, huelgas, etc.) estalló el golpe de estado el 18 de julio de 1936 y la consiguiente guerra civil.

            La insurrección contra el gobierno de la República promovida por el PSOE (1934) tuvo su eco en Mestanza. En la madrugada del 6 de octubre, una decena de hombres armados con escopetas irrumpió en el ayuntamiento. El alcalde Antonio Carrilero (del PSOE), que estaba a la cabeza de los insurrectos, izó una bandera roja en el balcón y proclamó el comunismo libertario. A la mañana siguiente, una multitud se concentró en la plaza gritando: ¡Viva el comunismo libertario! ¡Viva la revolución social!. La revuelta duró poco. La llegada de la guardia civil acabó con la insurrección y se produjeron numerosas detenciones. El alcalde fue suspendido de sus funciones y condenado a prisión en Cartagena. No estuvo mucho tiempo en la cárcel: el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 declaró la amnistía de los detenidos y todos fueron puestos en libertad. El nombre de Antonio Carrilero habría pasado sin pena ni gloria, más allá de este acontecimiento. Sin embargo, el alcalde merece ser recordado porque cuando llegó el momento de la verdad, demostró ser una de esas escasas personas que se rebelan contra la crueldad institucionalizada y preservan intacto el fuego de su humanidad.

            Es bien sabido que, en todas las guerras y en ambos bandos, las retaguardias son lugares donde proliferan oportunistas, ladrones y asesinos que se pasean con armas cómodamente alejados de los rigores del frente. Esta chusma que se dedica a matar, torturar, violar y robar fue la que se presentó en Mestanza el día 7 de agosto de 1936 procedente de Puertollano. Se trataba de un grupo de anarquistas de la CNT que, en nombre del pueblo y de la República, detuvieron a 32 vecinos con el propósito firme de asesinarlos en una cuneta o en la tapia del cementerio. El alcalde se encontraba de viaje en Madrid pero, por suerte, regresó ese mismo día. Sobre las seis de la tarde, al llegar al pueblo, se encontró con los anarquistas dispuestos a fusilar a los detenidos aquella misma tarde. Lo que sucedió a continuación lo describieron numerosas personas presentes y su relato coincide punto por punto. Antonio Carrilero se plantó frente a los anarquistas y les espetó: “El pueblo de Mestanza no se mancha en sangre mientras yo sea alcalde”, a lo que añadió: “si ustedes no abandonan este pueblo, procederé contra ustedes”. La firmeza del alcalde hizo que los anarquistas recularan: “Nos marchamos, pero conste que nosotros hemos venido aquí viendo la cobardía de ustedes, ya que no son capaces de matar a los fascistas de este pueblo”.

            El 1 de abril de 1939 terminó la Guerra Civil con la victoria del bando sublevado. Pocos días antes, Mestanza había sido ocupada por un tabor de las Fuerzas Regulares Indígenas marroquíes. Antonio Carrilero fue encarcelado en la prisión de Astorga (León) y condenado a doce años. El 7 de agosto de 1940, justo cuatro años después de su heroica acción, 42 vecinos del pueblo adictos al Régimen firmaron una carta dirigida a la Auditoría Militar de Ciudad Real en la que pedían su libertad. La misiva explicaba con detalle cómo Antonio Carrilero había arriesgado su vida evitando un baño de sangre y le describía como un “hombre honrado en extremo y digno entre los buenos”, “de buenos antecedentes y de sentido humanitario” y que “supo conducir a su pueblo al extremo de la honradez”. Las autoridades rebajaron la condena a seis años.

El 3 de octubre de 1951, Antonio Carrilero moriría de un infarto en su casa de la calle de los Huertos. En Mestanza, su nombre permanece como un símbolo de dignidad y de libertad de espíritu frente a la barbarie.

Este artículo ha utilizado los estudios El fin del comunismo en Mestanza y Héroes que parió la nada de Miguel Martín Gavillero.

El cerro del Castellar

Poco antes de llegar al puerto de Mestanza, según se viene de Puertollano, sale a la derecha una antigua vereda que asciende al cerro del Castellar. Desde sus 1.036 metros de altitud se divisan -y controlan- los valles de Alcudia (al sur) y del Ojailén (al norte). Este lugar estratégico conserva vestigios de construcciones que han sido datadas por los arqueólogos en la Edad de Bronce (II Milenio a.C.). De ser así, estamos hablando de las edificaciones más antiguas de nuestra comarca.

El cerro del Castellar era un poblado fortificado provisto de dos murallas concéntricas que cubrían todo el perímetro de la cima excepto las zonas protegidas de forma natural por rocas escarpadas. Dentro del recinto se conservan dos aljibes (cegados con piedras) y abundantes restos cerámicos. Estos asentamientos en altura -conocidos en el argot arqueológico como “castellones”- son propios del llamado “Bronce de la Mancha” y responden a las necesidades defensivas de una sociedad en guerra continua.

Durante la Edad de Bronce se produjo un desarrollo de la agricultura cerealista y de la ganadería diversificada (ovejas, gallinas, asnos). La revolución agrícola (cultivo de trigo y cebada) proporcionó mucha más comida al territorio y la población se multiplicó exponencialmente. Con el tiempo, la población creció por encima de la producción y no hubo cebada suficiente para todos; entonces comenzaron los conflictos entre los distintos poblados por las cosechas y los graneros. Toda persona sabía que en cualquier momento los vecinos podían invadir su territorio, derrotar a su ejército, masacrar a su gente y ocupar sus tierras. Esto explica el elevado número de castellones defensivos en la provincia de Ciudad Real (de los que solo el cerro de la Encantada, en Granátula de Calatrava, ha sido objeto de trabajos arqueológicos). Muchos de estos asentamientos serían utilizados en la Edad Media con la misma finalidad defensiva, como se ha podido documentar en el castillo de Mestanza.

El descubrimiento del bronce (aleación de cobre y estaño) no solo dio nombre al periodo (Edad de Bronce), sino que supuso la aparición de un nuevo elemento esencial para la guerra: la espada. En el Museo Arqueológico Nacional se conserva una espada de bronce con empuñadura de plata que fue hallada en el cerro de San Sebastián (Puertollano); en la Dehesa Boyal se hallaron catorce espadas y restos de lanzas y empuñaduras; en el Alamillo se descubrió una estela que mostraba a un guerrero con un casco de cuernos y una espada de lengua de carpa. Estos hallazgos arqueológicos y la propia existencia de los castellones corroboran la existencia de un alto grado de violencia organizada durante aquella época.

La fortificación del cerro del Castellar y las espadas de bronce nos recuerdan que la guerra ha formado parte de la cultura humana desde sus orígenes. El viejo debate entre Thomas Hobbes (“El hombre es un lobo para el hombre”) y Jean-Jacques Rousseau (El hombre es un “buen salvaje”) se ha cerrado a favor del filósofo inglés. La violencia es tan antigua como la humanidad.

El cementerio de Mestanza

Enterrar en los cementerios es una práctica moderna. Durante siglos, los difuntos eran inhumados en el interior de las iglesias. Así, en Mestanza, podemos afirmar que la inmensa mayoría de nuestros antepasados -o lo poco que queda de ellos- yacen bajo el suelo de la iglesia de San Esteban. Esta costumbre duró seiscientos años, desde que se fundara la iglesia primitiva sobre la antigua mezquita bereber, allá por el siglo XIII, hasta la creación del cementerio a mediados del siglo XIX. Cuanto más rica era la familia, más cerca del altar enterraba a sus muertos. A medida que pasaron los siglos, el espacio se fue quedando pequeño y se tenían que exhumar los huesos para depositarlos fuera del templo, en el llamado osario o carnero de los huesos. De hecho, en la cara norte de la iglesia, la actual calle Umbría era conocida como calle del Carnero. Es tal el volumen de huesos que descansa bajo nuestra iglesia y sus alrededores que, en cuanto remueves un poco, aparecen multitud de ellos. Así sucedió en el terremoto de 1969 o con motivo de la reciente instalación de tuberías de calefacción. Hasta hace poco, existía un muro terrero en la calle que baja desde la iglesia a la plaza. Si te acercabas, se apreciaba que estaba atestado de pequeños restos óseos.

La llamada peste de Pasajes (Guipúzcoa) en 1781 marcó el principio del fin de esta tradición y dio lugar a la creación de los cementerios extramuros. Por una parte, se sospechó que las miasmas -vapores fétidos que desprendían los cuerpos- podían estar en el origen de la epidemia; por otro lado, el mal olor provocado por el exceso de cadáveres sepultados en el templo se hizo totalmente insoportable. En una real Cédula de 1787, el rey Carlos III prohibió en España los enterramientos en las iglesias “con ocasión de la epidemia experimentada en la villa de Pasajes (…) causada por el hedor intolerable que se sentía en la iglesia parroquial de la multitud de cadáveres enterrados en ella”.

La Real Cédula de Carlos III no logró acabar con esta tradición, que en muchos lugares de España -y en Mestanza también- se prolongó hasta mediados del siglo XIX. El retraso tuvo una explicación: la iglesia se opuso a esta medida pues con los nuevos cementerios civiles perdía una fuente importante de ingresos derivada de la venta de sepulturas. No obstante, tras la muerte de Fernando VII en 1833, las medidas liberales y reformistas fueron ganando peso; no olvidemos que en 1836 iba a comenzar la primera desamortización de los bienes eclesiásticos. El alcalde Joaquín de Palma y Vinuesa, que debía ser un hombre netamente liberal, fue quien acometió la construcción del actual cementerio en 1834. El Libro de Defunciones señala que ese año, por primera vez, “se enterró en el Campo Santo de esta villa”; y el Diccionario de Pascual Madoz (1848) dice que “en las afueras del pueblo se halla el cementerio que no perjudica a la salud”. Don Joaquín no solo construyó el cementerio de Mestanza, sino también los de sus aldeas de Solana del Pino, San Lorenzo, el Hoyo y la Vera de la Antigua. En enero de 1834 recibió la felicitación gubernamental por haberlos edificado sin gastar ni un céntimo del erario. Fue un buen año para el alcalde: pocos meses después volvería a ser elogiado por el gobierno de Isabel II tras haber dado caza y muerte al sanguinario bandolero carlista Eugenio Ibarba, alias Barba.

Durante el primer tercio del siglo XX, el incremento de la población de Mestanza como consecuencia de la fiebre minera hizo necesarias varias ampliaciones. La primera se realizó en 1901 hacia el sur y hacia el este; también se construyó el puente del Santo para facilitar a los vecinos el acceso al cementerio. La segunda ampliación se llevó a cabo en 1931; se sembraron doce cipreses y ocho acacias y se incorporaron dos nuevas puertas de hierro -una de ellas con la fecha de 1931- en la tapia que da a la carrera del Hoyo. La última ampliación se realizó en 1997.

Cementerio en griego (koimetérion) significa dormitorio. La palabra, con sus variedades fonéticas, es la misma en francés, italiano, portugués e incluso en inglés. Me gusta visitar el cementerio de Mestanza por su interés histórico y porque allí reposan mis abuelos, algunos tíos e incluso se conserva la tumba de mi bisabuela Quica la Hornera (1879-1962). Un paseo entre sus lápidas te sitúa en perspectiva y te aleja de frivolidades. No existe ningún lugar tan idóneo para reflexionar acerca de la brevedad de la vida y la futilidad de las cosas.

Las calles de Mestanza

La mayoría de los nombres de las calles de Mestanza obedecen a un motivo práctico: indicar el destino al cual conducen, ya sean poblaciones cercanas (calles de Hinojosas y Puertollano), lugares en las afueras del pueblo (calles del Charco, de los Huertos, del Telégrafo, de la Cañada y del Prado) o sitios del propio pueblo (calles del Calvario, de la Iglesia, del Castillo, del Santo, del Pozo Nuevo y de la Fuente). Otros nombres aluden a establecimientos comerciales (calles del Estanco, del Botico y de la Carnicería), a personajes o hechos históricos (calle Real, de la Paz y de Hernán Cortés) o a alguna celebridad local (calles de Heliodoro Peñasco, Llaguno y Santa Catalina). Hay ciertos nombres que reflejan un rasgo característico de la calle (calles Nueva, de la Cuesta y Umbría) o algún elemento particular ubicado en la misma (plaza de los Carros, calles del Olivo y del Cristo). Por último, hay calles de reciente creación (calles de la Constitución, Virgen de la Antigua, Saturia Hidalgo y Juan Vallejo) y otras cuyo nombre nadie sabe a qué o a quien se debe (calle de Ñago y de la Salud).

                Empezaremos hablando de las calles que señalan un destino en las afueras del pueblo. Siento especial predilección por la calle del Charco, también conocida como de las Eras, pues es donde tenemos la casa familiar. Ya figuraba con ese nombre en el Catastro de Ensenada (1751), pero se desconoce su origen; en mi opinión se refiere a que conducía al charco formado por un manantial de Fuente Agria cuyo sendero desapareció hace años. Otra de mis calles “preferidas” es la calle del Telégrafo pues fue fundada por mi tatarabuelo Francisco Núñez. Al principio solo existía la vereda que conducía al telégrafo desde el Calvario, pero la decisión de Francisco de construir una casa frente a la de Cristóbal Pellitero dejando la vereda en medio, le otorgó rango de vía. La calle de los Huertos debe su nombre a que conducía al Pilar de los Huertos; de no haber existido este mítico lugar donde aprendieron a nadar tantos mestanceños, sería conocida como calle de Fuencaliente, pues de allí parte el camino a dicha población. La calle de la Cañada era conocida como la “calle que baja al Pozo Dulce”; este pozo se encontraba en el lugar conocido como “la Cañada” y al taparse el pozo, el sentido práctico fue modificando el nombre paulatinamente. La calle del Prado, por su parte, conducía al prado donde pastaba el ganado de los vecinos.

Respecto a las calles que indican un destino dentro del pueblo, destaca la calle del Calvario, que desemboca en la plaza homónima. Es un lugar emblemático donde antiguamente había una pequeña capilla conocida como la capilla del Calvario, donde se celebraban los actos de la Semana Santa. La calle de la Iglesia era conocida como la calle Empedrada, lo cual nos lleva a pensar que fue una de las primeras en empedrarse. En su parte baja aún se conserva el antiguo cartel donde figura “Yglesia” con la i griega. La calle del Castillo es la más alta del pueblo y nos trae el recuerdo de la antigua fortaleza árabe. La calle del Santo era conocida como la “callejuela que sale a San Sebastián” por hallarse una pequeña ermita dedicada a este santo al final de la calle, justo al otro lado del puente y del arroyo del Santo. La calle del Pozo Nuevo conducía al pozo situado en lo que se conoció hace años como “la fábrica”. Por último, la calle de la Fuente bajaba y baja a la fuente del Pocillo.

Hay ciertas calles cuya denominación viene dada por un establecimiento comercial concreto. Así sucede con la calle del Estanco, la del Botico o la de la Carnicería. Esta última se debe a la carnicería pública que existía justo donde hoy se alza la Casa de Cultura. En este grupo de calles estaba la callejuela de la Fragua de Andrés Barato (hoy plaza de los Carros), por ubicarse allí la herrería del pueblo.

Respecto a las calles que señalan hechos o personajes históricos destaca la calle Real, que cruza la villa de norte a sur. Antes era conocida como la calle Larga, cambiando su nombre con la llegada del rey Fernando VII El Deseado. Más tarde sería la calle del General Primo de Rivera y la calle de José Antonio. Como se ve, una de las prerrogativas de los alcaldes en los diferentes cambios de régimen ha sido la de poner patas arriba el callejero. La calle de la Paz quizá haga referencia al fin de la tercera guerra carlista; los guerrilleros carlistas atemorizaron a la población durante todo el siglo XIX, por lo que no es extraño que la conclusión del conflicto motivara la dedicatoria de una vía pública. La calle de Hernán Cortés fue un capricho municipal; antes se llamaba calle de Cristóbal Colón y, quien sabe, quizá algún día sea la calle de Cervantes o de Felipe II.

Hasta el día de hoy no ha habido ningún mestanceño universal. Las calles dedicadas a celebridades locales pertenecen a gente nacida fuera del pueblo. Heliodoro Peñasco era de Aldea del Rey; fue secretario del Ayuntamiento tan solo cuatro años pero se hizo famoso después de ser asesinado a tiros cuando salía de Argamasilla a lomos de su caballo. Las calles de Llaguno y Santa Catalina deben su nombre a la construcción de las escuelas en 1905. Las escuelas fueron erigidas por el maestro de obras don Manuel Llaguno y financiadas por el filántropo don Nicanor Hernán de los Heros y su hija doña Catalina. En agradecimiento, el pueblo otorgó sus nombres a la “plaza de Hernán de los Heros” (actualmente “plaza de los Carros”) y a las calles de Llaguno y Santa Catalina.

Hay tres calles bautizadas por algún rasgo característico de la misma: la calle Nueva (porque se hizo nueva allá por el siglo XVIII), la calle de la Cuesta (porque está en cuesta) y la calle Umbría (por que suele dar la sombra). Esta última fue conocida durante siglos como calle del Carnero. Antiguamente, el “carnero” era la denominación del “osario”: el lugar destinado para reunir los huesos que se sacaban de las sepulturas del interior de la iglesia a fin de volver a enterrar en ellas. Otras calles tenían un elemento tan particular que otorgaba su nombre a la misma, ya fueran unos carros agrícolas (plaza de los Carros), un olivo (calle del Olivo) o un Cristo en la hornacina de una de las fachadas (calle del Cristo).

                El lugar más importante del pueblo es la plaza de España. Allí se ubican el ayuntamiento y la iglesia. Desde la Edad Media la villa de Mestanza se rigió por un régimen de concejo abierto: todos los vecinos eran convocados a “campana tañida” en el interior de la iglesia para debatir y adoptar decisiones que afectaban a la comunidad. Así lo reflejan las Ordenanzas de Mestanza de 1530: “Estando ayuntados en la yglesia del señor Santiestevan desta dicha villa a campana tañida según lo que habemos de uso y costumbre”. No fue hasta el siglo XVIII cuando se erigió el edificio del ayuntamiento. El Catastro de Ensenada (1751) señala: “Hay una casa en esta población y plaza pública que sirve de audiencia donde la villa celebra sus decretos y ayuntamientos”.  El Diccionario de Pascual Madoz (1848) indica: “Hay casa de ayuntamiento bastante antigua y cárcel en el mismo edificio”. Es muy probable que el ayuntamiento a mediados del siglo XX fuera el edificio original del siglo XVIII, pues según diversas fuentes se encontraba en un estado absolutamente ruinoso. En 1958 se acometió la primera reconstrucción del mismo; en 1992 la segunda y definitiva hasta la fecha.

Ya pasaron los tiempos en que las recuas de mulos subían y bajaban las calles de Mestanza cargadas de paja, granos o lo que fuera. Jornaleros, mineros, mujeres que iban al Pocillo con sus cántaros… un trasiego constante. Hoy día, con el buen tiempo, los vecinos sacan las sillas a la puerta de sus casas y arman sus coloquios. Sus voces traen recuerdos de otros tiempos; peores en algunos aspectos; mejores en otros.

Una tumba olvidada

A Miguel Martín Gavillero, que descubrió la tumba del extranjero.

Ya nadie deja flores en su tumba, pues fue olvidado hace mucho tiempo. De su paso por el mundo solo queda una lápida de mármol blanco con un epitafio desgastado. Se llamaba Alberto Meyer-Orth, fue un héroe de guerra y vino a Mestanza para morir.

Meyer-Orth nació en la ciudad belga de Lieja en 1888. Eran los tiempos en que Bélgica, durante mucho tiempo oprimida por la dominación extranjera, estaba a punto de convertirse en una gran potencia mundial. Los flamencos y los valones, después de tantas disputas, extendieron sus empresas coloniales al continente africano y un raudal de riqueza fluyó hacia la metrópoli. El progreso parecía inexorable bajo los auspicios del rey Leopoldo II y los ciudadanos, desbordados de optimismo, ponían a sus hijos los nombres de la realeza. La familia Meyer no fue ajena a esta euforia. El padre se llamaba Leopoldo, como el monarca; a Alberto le bautizaron con el nombre del príncipe heredero.

Alberto apenas vivió en Bélgica, pues su familia se trasladó a España siendo él muy pequeño. La familia Meyer estaba compuesta por Leopoldo, su mujer Clara, sus dos hijos varones —Oswaldo y Alberto— y cuatro hijas —Juana, Margarita, Ana Luisa y Alicia—. Leopoldo Meyer, que era ingeniero, fue destinado a la aldea de El Horcajo para dirigir las minas de plomo. El cambio no pudo ser más brusco: la familia dejó atrás las comodidades de una urbe europea para irse a vivir a una aldea perdida del Valle de Alcudia. Un momento difícil de olvidar para la familia Meyer fue aquel lejano día de Año Nuevo de 1901. Tres niños de la aldea no regresaron a sus casas al atardecer. La noticia corrió como la pólvora y enseguida se organizaron las batidas por el monte. Todos los vecinos se volcaron en la búsqueda de los pequeños. Durante tres días y tres noches rastraron la sierra palmo a palmo. La búsqueda resultó infructuosa. El frío invernal de las noches y el aullido de los lobos presagiaban lo peor. Finalmente encontraron sus cadáveres completamente devorados por las fieras. Aquellos días quedaron grabados para siempre en la memoria de la aldea. Para recordar a los tres niños, los vecinos levantaron un monolito de mampostería en la parte más alta del monte. Una lápida a sus pies contenía la siguiente inscripción: “A la memoria de los niños / Bonifacio Rubio / Alejandro Muñoz / León Piernas / Aldea del Horcajo / Enero de 1901”. El monolito sigue allí y aún puede visitarse.

Con el paso de los años, la familia Meyer olvidó el estilo de vida urbano y europeo de Lieja y se enamoró de los paisajes y las gentes del Valle de Alcudia y Sierra Madrona. No extraña que, años más tarde, el duque de Westminster —el hombre más rico del Reino Unido— comprara la finca La Garganta junto a El Horcajo; justo al otro lado del espectacular viaducto de piedra se extienden sus 15.000 hectáreas de sierra virgen habitadas por ciervos y jabalíes. Leopoldo Meyer y su mujer Clara cayeron rendidos a los encantos de Sierra Madrona y adquirieron una finca conocida como El Manzano, en el paraje de Las Tiñosas. Leopoldo conocía bien la zona pues en sus alrededores se encontraba la legendaria mina romana de Diógenes. En la falda de la montaña, construyó una hermosa villa familiar de tres pabellones con todo el confort de la época. No reparó en gastos. Desde sus amplios ventanales se disfrutaba de unas vistas inmejorables para pasar las tardes sin más afán que mecer un whisky junto al fuego. Para las calurosas tardes del verano edificó un elegante balneario de aguas medicinales a la sombra de los olmos y los álamos. Se cuenta que Leopoldo estaba profundamente enamorado de Clara, su mujer. Para ella erigió el famoso templete que da cobijo a la Fuente Agria; también diseñó un deslumbrante jardín alrededor de la villa, repleto de todo tipo de flores: rosas, azucenas, claveles, narcisos, violetas, adelfas, lirios, hortensias, peonias, camelias, magnolias y dalias de infinitos colores. Por desgracia, Clara falleció de forma prematura. Leopoldo decidió enterrarla en el jardín que había creado para ella. La finca fue heredada por Oswaldo Meyer. Hoy día, aún la disfrutan sus herederos.

La vida de Alberto Meyer-Orth sufrió un cambio radical con el estallido de la Primera Guerra Mundial. En el verano de 1914, las tropas alemanas atacaron las doce fortalezas que protegían Lieja, su ciudad natal. Sus gruesos muros de hormigón no fueron capaces de soportar el impacto de los morteros Krupp de 420 milímetros y los Skoda austriacos de 305 milímetros. Tras una heroica resistencia de diez días, la ciudad cayó en manos de las tropas del káiser. Después le tocó el turno a Bruselas y a Lovaina. Finalmente, todo el país fue invadido por los germanos. Aquella brutal agresión sería conocida como la “violación de Bélgica”. Alberto sintió la llamada de la patria y se alistó en el ejército belga a finales de ese año. 

La Primera Guerra Mundial fue una guerra de trincheras. En los primeros compases del conflicto se siguieron los cauces habituales: cargas a pecho descubierto contra el enemigo; pero la aparición de las ametralladoras y las granadas de fragmentación obligaron a los ejércitos a refugiarse en trincheras. Sencillamente no había quintas de reclutas para reemplazar a los soldados muertos, ni hospitales suficientes para atender a los heridos, ni ánimo para soportar la imagen de tantos mutilados. Los combatientes quedaron varados en una guerra de posiciones. Entre las trincheras y las alambradas de espinos de los contrincantes quedaba un terreno fantasmagórico cubierto de embudos gigantescos provocados por los obuses; allí quedaban los cadáveres resecos como momias, junto a sus armas y a los jirones de sus uniformes. Alberto Meyer-Orth combatió durante cuatro años, tiempo suficiente para aprender que son los pequeños detalles los que deciden la suerte de uno. Sobrevivió a los asaltos suicidas a las posiciones alemanas, a la gripe española, a los francotiradores, al hambre y a la niebla mortal de los ataques de gas. Como recompensa a su tenacidad y a su heroísmo en combate, fue condecorado con la Cruz de Guerra del Reino de Bélgica.

La fortuna de Alberto Meyer-Orth declinó al final de la guerra. Fue diagnosticado de paludismo. En principio, todo hacía suponer que su cuerpo joven y robusto podría resistir con ayuda de quinina, pero con el tiempo surgieron complicaciones y la enfermedad derivó en un paludismo severo. Consciente de que ya le quedaba poco tiempo, Meyer-Orth decidió pasar en Mestanza los últimos meses de su vida. Se instaló en una casa situada en el número dos de la calle de la Paz, esquina con la calle del Calvario. Falleció el 4 de octubre de 1928.  A su entierro asistió su hermano Oswaldo y algunos vecinos del pueblo. Sus hermanas Juana y Margarita vivían en Bruselas, y Ana Luisa y Alicia en Berlín, por lo que no pudieron acudir. En su lápida se grabó el siguiente epitafio:

Alberto Meyer-Orth

Condecorado con la Cruz de Guerra

1888 – 1928

R. I. P

Casa donde murió Alberto Meyer-Orth

Los apellidos de Mestanza

Es curioso, pero la mayoría de la gente no piensa en sus apellidos. Aunque pasan toda la vida junto a ellos, ignoran su procedencia. Entiendo que esto suceda con los apellidos patronímicos, es decir, aquellos que se derivan de un nombre propio, como Juárez (de Suaro), Núñez (de Nuño), Ramírez (de Ramiro) o Ruiz (de Rui). Son ordinarios –en el buen sentido- y no cuentan nada de tus antepasados. Sin embargo, otros apellidos nos muestran de qué lugar procedían nuestros ancestros, dónde vivían o qué oficio desempeñaban. Incluso si sus vecinos les estimaban por su alegría, bondad, cortesía o clemencia.

En Mestanza son muy comunes los apellidos toponímicos. Tras la expulsión de los musulmanes en la batalla de las Navas de Tolosa (1212), los castellanos del norte peninsular se asentaron en nuestras tierras. Sus apellidos revelaban el pueblo desde el cual partieron: los Buendía de Cuenca, los Pareja de La Alcarria, los Molina de Guadalajara, los Aranda de Burgos o los Vozmediano de Soria. En menor proporción, también encontramos a los Palomeque de Toledo, los Yagüe de Yanguas -en Soria- y los Gascón, cuyo origen hay que buscarlo en la Gascuña francesa. Ofrece dudas el apellido Bastante, que algunos especialistas hacen proceder del Valle del Baztán, en el país vasco-navarro.

También son muy usuales en nuestro pueblo los apellidos relativos a ciertos oficios antiguos: Calero, que producía y vendía cal; Carrilero, que preparaba los caminos para el paso de los carros; Correal, que curtía la piel de los venados para elaborar vestidos; Gavillero, que amontonaba las gavillas en la siega; Montero, que perseguía la caza en los montes; o Pellitero, que adobaba y vendía las pieles de los animales.

Otros apellidos hacen referencia a ciertas zonas donde vivía la persona o la familia asociadas a los mismos. El apellido Céspedes alude a un lugar cubierto de hierba (del latín caespitem o campo); Navas apunta a una zona sin árboles, quizá pantanosa, situada entre dos montañas, como la Nava de Riofrío; Serna se refiere a una porción de tierra o sembradura; y Vallejo a un pequeño valle o llanura entre montes.

Por último, ciertos apellidos como Clemente destacaban una cualidad positiva de la persona. Podríamos considerar el apellido Hidalgo dentro de este grupo, si bien es probable que aludiera a una familia perteneciente al estamento inferior de la nobleza.